lunes, marzo 03, 2008

Los abates Thomas Merton y Anthony de Mell

Tony Raful

Uno no sabe lo que es el destino, el hacha alígera de la muerte sorpresiva, pero tiene que reflexionar sobre la brevedad intensa de la propia vida, el acto más insignificante, más nimio puede decretar el fin de lo vivido, no hay fecha definitiva amparada en la biología, por igual podemos morir en un instante sin distinciones, vida y muerte se fusionan, todo es tan inatrapable, tan inaprensible, tan ilusorio.

Los orientales con una tradición filosófica importante han definido como “maya” todo lo que existe, es decir como una ilusión, de tal manera que viven la ilusión de vivir sin apegarse a nada y por lo tanto se liberan en gran medida de todo sufrimiento aunque no del dolor. Shakespeare dijo que nuestras vidas están hechas del mismo material de que están hechos los sueños, quiso decir que sueños y vidas se incorporan a un mismo espacio vaporoso, inalcanzable, etéreo.

Lo cierto es que la muerte, tan vieja costumbre que sabe tener la gente como dijo Borges, no pasa de moda, no la releva la modernidad, nunca somos lo suficientemente modernos o post modernos para hablar de la muerte en pasado, está presente, bien presente como una medida de nuestros actos y como una espada que pende sobre nuestras cabezas.

Sin embargo los seres humanos vivimos como si ella no existiera, estamos obligados a ignorarla para vivir pero siempre terminamos encontrándonos con ella. Un autor célebre ha dicho que nadie duerme en la carreta que lo conduce del presidio a la guillotina, sin embargo dormimos lo suficiente desde el día de nacimiento hasta el día de la muerte, pero esos sueños están inficionados por la muerte, por la cesación del placer de vivir, sólo los grandes filósofos se han desgarrado en la meditación profunda su vacío existencial, imbuidos de una soledad absoluta.

Es en medio de poderosas corrientes de vida que uno se encuentra con dos autores de una profundidad conmovedora al abordar los temas espirituales, y ambos murieron de la manera más absurda que uno pueda imaginarse, en momentos cumbres de su expansión cultural y filosófica, me refiero a Thomas Merton y a Anthony de Mello.

Thomas Merton, monje trapense, orientador del padre Ernesto Cardenal, en sus años de formación religiosa, con una visión holística del universo, un verdadero sabio, escribió cosas tan bellas como ésta: “Permítaseme decir esto, antes de que la lluvia se convierta en un suministro público que se pueda planificar y distribuir por dinero.

Eso lo harían los que no pueden comprender que la lluvia es una fiesta, los que no aprecian su gratuidad, los que creen que lo no se tiene precio no tiene valor, y que lo que no se puede vender no es de verdad, de modo que la única forma de hacer que algo sea de verdad es ponerlo en el mercado. Llegará el día en que nos venderán hasta nuestra lluvia. Por ahora, sigue siendo gratis, y estoy en ella. Celebro su gratuidad y su falta de significación”.

Anthony de Mello dedicó gran parte de su vida a dirigir retiros y talleres vinculando la India y los Estados Unidos en una febril actividad espiritual, jesuita, evolucionó en sus creencias hacia una comunión directa con el Padre, rescatando las esencias religiosas orientales y planteando que solamente el amor de Dios puede liberar al ser humano de sus miserias más hondas. Ambos, Merton y de Mello, murieron súbitamente casi a la misma edad con menos de 60 años, Merton, luego de dar una conferencia fue a descansar a su habitación para retornar minutos después al auditorio, pero un abanico eléctrico que manipulaba produjo una descarga que lo mató al instante.

De Mello, sufrió un ataque al corazón mortal en el momento en que dirigía un grupo de oración. Estas muertes absurdas ahondan el misterio de la existencia humana en cuanto la irracionalidad, la falta de visión lógica del proceso vital, independiente de los planes y objetivos elaborados por los hombres. Albert Camus en su extraordinaria novela “El extranjero” traduce la absurdidad de la vida en un personaje que mata a una persona, sin saber por qué lo hizo ni cómo sucedió, sin conocerla y por cuyo acto está en prisión, enjuiciado y con condena de muerte, había salido a dar un paseo de vacaciones en la playa, con la mente perdida en el horizonte y de súbito un grupo de muchachos lo zarandean y él saca el revólver y dispara.

Todo el presupuesto de vida asumido, el de ir de vacaciones, el de disfrutar de la vida en la playa, el de alejarse del bullicio, el de descansar, se convirtieron en todo lo contrario y en la comisión de un acto homicida, sin que en su psiquis haya la mínima responsabilidad o conciencia responsable del hecho, lo que le permite al autor francés postular el carácter absurdo de la existencia, esa movilidad desconocida actuante del destino.

Si la muerte es una limitante de nuestra libertad, la propia libertad es un desafío de trascendencia que se agota en variables ofuscadas por la vulnerabilidad de la materia consciente. Lo verdadero es que somos briznas, apenas segundos veloces de vida, dimensiones precarias de la identidad cósmica y estamos expuestos a la contingencia, somos seres contingentes en la ruleta ciega de la vida. Pero todo alegato que no diseñe el amor como vía de salvación y se aferre a los moldes egoístas del vivir, carecerá de sentido. En el corral de fieras que es el planeta, morir podría tener un sentido de simiente, de código mensajero de eternidad gloriosa junto a Dios, eso enseñan con sus ejemplos, Thomas Merton y Anthony de Mello.

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