La imagen del presidente Fernández juramentando dirigentes reformistas con puestos electivos en respaldo a su reelección, contrasta penosamente con la de aquel juicioso y conciliador jefe de Estado que impidió que la Cumbre del Grupo de Río degenerara en un peligroso conflicto regional. En su caso, la inescrupulosidad del político avasalla al estadista que a veces asoma en situaciones difíciles.
Observar cómo este hombre capaz de actuaciones encomiables en el campo internacional, reduce su dimensión al propiciar la destrucción de los partidos, con el daño incalculable que esa viciosa práctica le hace a la vida democrática de la nación produce decepción y escalofríos.
Pero lo más deplorable es que los objetivos de su accionar reeleccionista sean políticos alguna vez descalificados por su propio partido, contra los cuales se han intentado acciones judiciales por corrupción, como son ya los de varios casos muy conocidos.
Con esa práctica, el mandatario corrompe el ambiente político y da fuerza a las denuncias cada vez más graves y frecuentes sobre el uso masivo de recursos públicos para apuntalar su candidatura a las elecciones del 16 de mayo.
Denuncias respecto de las cuales el país espera un pronto pronunciamiento de la Junta Central Electoral, por cuanto la actitud del gobierno afecta el buen desenvolvimiento del proceso electoral, al situar al candidato oficialista en posición de ventaja sobre sus contendores.
A despecho de su candidatura, el señor Fernández tiene la obligación de garantizar el equilibrio de las oportunidades, por su condición de jefe del Estado.
Pero como tantas veces hemos visto en el pasado, la reelección se ha convertido en fuente de perturbación electoral.
Y como lo ha enseñado tantas veces la historia, a la postre y a despecho de los resultados electorales, el presidente será otra víctima de la reelección.
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