miércoles, marzo 26, 2008

Obama o la historia en blanco y negro

Carlos Alberto Montaner/Listin Diario/Servicios Google

(FIRMAS PRESS) Obama no pudo evitar que el tema de la raza entrara en el debate electoral. Hasta ahora era un candidato joven, muy educado, orador notable, dotado de una personalidad atractiva, considerado un liberal dentro del partido demócrata. Era, por supuesto, afroamericano, pero ese elemento se veía como algo positivo. El posible triunfo de Obama, de alguna manera, era percibido como la superación definitiva de un viejo conflicto cuyo punto de partida había sido la proclama de emancipación de los esclavos firmada por Lincoln en 1863, documento que dio origen al larguísimo, tortuoso y a veces heroico proceso de incorporación paulatina de la población negra a la sociedad norteamericana en pie de igualdad.

La controversia comenzó con Michelle, la esposa de Obama, una señora también educada y brillante. Hizo un comentario que muchas personas consideraron antipatriótico. Dijo que, por primera vez, se sentía orgullosa de Estados Unidos. Luego pidió excusas y colocó la frase dentro de un contexto diferente. Más tarde aparecieron los sermones incendiarios del pastor Jeremiah Wright, guía espiritual de Obama, un reverendo cristiano, extremista, que reivindica lo que llama la “teología de la liberación negra”. Wright se siente víctima de unos agravios históricos prácticamente insuperables y opina que Estados Unidos provocó los ataques de Al Qaeda contra las Torres Gemelas con su conducta pasada, cruel y mezquina. El reverendo propone que los afroamericanos canten “Dios maldiga a América” (God damn America) en lugar de “Dios bendiga a América” (God bless America). Obama negó que él compartiera los puntos de vista de su pastor. “Todo el mundo -dijo- tiene un tío que dice cosas inconvenientes”.

Era imposible que el tema de la raza no saltara al primer plano de la batalla electoral. Al fin y al cabo, los llamados Foundindg Fathers, los patricios que le dieron contenido y forma a Estados Unidos a fi nes del siglo XVIII, eran varones blancos, de origen británico, generalmente protestantes, educados, económicamente poderosos, y, muchos de ellos, poseían esclavos (al menos 14 de los 55 que firmaron la Constitución de 1787). No es, pues, una casualidad, que los 43 presidentes que ha tenido Estados Unidos, desde George Washington en 1789 hasta George W. Bush en 2001, invariablemente han respondido a más o menos estos mismos rasgos étnicos y culturales.

A partir de esos orígenes se construyó un discurso patriótico tejido con episodios novelados, biografías ejemplares, mitos y hazañas guerreras y cívicas: la protesta del té en Boston (Boston tea party), la batalla de Yorktown, la honestidad de Washington, la inteligencia de Jefferson, la cabeza jurídica de Madison, la pasión libertaria de Tom Paine, la sabiduría de Franklin, más otras mil anécdotas amables y constructivas, y, sobre todo, el culto por la superioridad moral de la entonces joven república: la tierra de los hombres libres y valientes (the land of the free and the home of the braves). Ser americano, además de colocarse bajo la protección y la autoridad de la ley, incluía la carga espiritual de asumir como propia la epopeya nacional. De ahí derivaban los secretos lazos de la tribu, esos que estremecen y juntan a los seres humanos. Ésos que explican la emoción contenida cuando se escucha el himno y ondea la bandera.

¿Cómo se inserta Obama en una historia que, obviamente, le resulta extraña y remota? La etnia a la que pertenece no forma parte de este recuento épico. Cuando Obama piensa en George Washington no puede olvidar que poseía esclavos, y cuando cita la Declaración de Independencia redactada por Thomas Jefferson, es incapaz de olvidar la hipocresía de unos patriotas que proclamaban la igualdad intrínseca de todos los hombres, pero mantenían en la esclavitud a cientos de miles de personas secuestradas en África y vendidas y tratadas en América como si fueran animales.

Esto no quiere decir que Obama sea desleal a Estados Unidos, sino que su vinculación afectiva a la nación americana se mueve por otros derroteros. Su patriotismo es cívico, constitucional, republicano, y no está basado en una emoción común, sino en una elaboración intelectual y en ciertas vivencias personales. Se siente americano porque comparte con casi todo el país un idioma, unos rasgos culturales y una forma de entender la realidad social y política contemporánea, pero sabe que en su DNA histórico hay factores distintos a los que han definido tradicionalmente a la corriente central o mainstream norteamericano.

Según las encuestas, Obama derrotaría hoy a John McCain por un margen mayor que el que lograría Hillary Clinton. No estoy seguro de que ese será el panorama el próximo noviembre, cuando se celebrarán las elecciones. Se ha levantado la veda en el tema racial y el factor étnico comienza a jugar un papel importantísimo. McCain es el continuador de una vieja tradición tribal anclada en los orígenes del país. Obama no encaja dentro de ese molde. La contienda ha dejado de ser un dilema racional y entran a jugar las emociones, los prejuicios y las percepciones. Ahí Obama lleva las de perder.

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