lunes, marzo 03, 2008

La guerra de Hugo Chávez


El presidente de Ecuador, Rafael Correa, y el de Venezuela, Hugo Chávez, decidieron romper relaciones con Colombia tras la muerte de Raúl Reyes

ASDRÚBAL AGUIAR
ESPECIAL PARA EL UNIVERSAL
(EFE)/Servicios Google

La acción militar colombiana sobre territorio ecuatoriano, que hizo posible la muerte de Raúl Reyes, cabeza visible de la organización narcoterrorista conocida como Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia -FARC- ha concitado una reacción de repudio intempestivo por la logia de mandatarios latinoamericanos y de algunos europeos que han hecho del Gobierno de Caracas su centro de atracción, más mercaderil que ideológica, y animados por el dispendio que de los recursos petroleros hace a manos rotas el inquilino de Miraflores.


Las razones formales del rechazo no se hicieron esperar. Colombia habría violentado la soberanía territorial ecuatoriana y en los hechos ejecutado un acto de agresión, inadmisible para el Derecho Internacional general y americano.


Entretanto, Colombia señala, a través de sus voceros autorizados y pruebas en mano, que tanto el Gobierno del Ecuador como el Gobierno de Venezuela -en lo particular los presidentes Correa y Chávez- han sostenido relaciones de alianza y de amistad con las FARC: a las que apoyan, como lo muestran las informaciones encontradas en la computadora personal del veterano líder guerrillero caído en acción.


Lo cierto, en todo caso, es que el campamento guerrillero atacado por la Fuerza Armada de Colombia se encontraría situado en territorio ecuatoriano, cuyo gobernante no escatima expresiones de adhesión al liderazgo regional de Hugo Chávez Frías; quien, a su vez y desde los inicios de su mandato, ha sostenido una relación abierta y fluida con el movimiento terrorista de marras, al que ha otorgado su reconocimiento, y al que ha animado en sus acciones bélicas contra el Estado y la sociedad colombianas.


No es un secreto que el actual ministro del Interior y de Justicia, capitán de navío Ramón Rodríguez Chacín, ha sido el puente de oro de esta privilegiada relación entre los mandos de las FARC y la Presidencia de Venezuela. Y allí cuentan como antecedentes el primer reconocimiento otorgado por el Presidente venezolano a la guerrilla colombiana a inicios de su mandato, morigerado luego por su canciller, José Vicente Rangel; seguidamente, el pacto o "macrovacuna" alcanzado por Rodríguez Chacín con las FARC y autorizado por el mismo presidente de la República, asegurándole a éstas apoyos materiales diversos desde Venezuela; y más recientemente, la defensa a ultranza que de tal narcoguerrilla ha hecho el mandatario venezolano a nivel internacional y su crítica al tratamiento de terroristas que reciben sus milicianos, algunos de los cuales, incluso, transitan por nuestro territorio con absoluta libertad y hasta disponiendo de cédulas que les han permitido ejercer el sufragio como ciudadanos de la República Bolivariana.


De modo que éstos son los hechos. Son hijos de la experiencia y máximas incontrovertibles, tanto como es incontrovertible que las FARC, grupo criminal y terrorista transnacional, secuestra a personas inocentes como práctica de guerra y las usa como escudo de defensa, se nutre de la empresa del narcotráfico y se mantiene en guerra franca contra la institucionalidad colombiana desde hace más de 50 años.


Ahora bien, a la luz de lo ocurrido y de la cínica reacción -cual vestales heridas- de ciertos mandatarios conocidos y reconocidos por sus filiaciones "revolucionarias" y/o "petrodinerarias", cabe observar que lo primero es lo primero. La carreta no puede ser puesta delante de los bueyes, así no más. Las muy célebres y puntuales resoluciones 2625, 3314 y A56/83 de la Asamblea General de las Naciones Unidas, todas a una prescriben como acto de agresión, que compromete la responsabilidad internacional por hecho internacionalmente ilícito, la instigación, el fomento, la ayuda o el consentimiento por un Estado dentro o desde su territorio de las actividades de fuerzas irregulares o de bandas armadas para la práctica de sus acciones terroristas en el territorio de otro Estado.


No hay duda, a la luz de lo que ya se sabe, que los gobiernos del Ecuador y de Venezuela -bajo impulso de su común solidaridad con la causa de la narcoguerrilla, a la que han legitimado- transformaron sus propios territorios en aliviaderos, en santuarios para el repliegue de ésta y para su más efectiva operación bélica contra el Ejército de Colombia.


Nada de esto es un secreto a voces. Por lo mismo, la acción militar del Estado colombiano, que ha fracturado el corazón de este grupo insurgente, quien le ha negado la paz a su país durante décadas y que lo ha bañado de sangre inocente, sólo puede ser entendida como una reacción legítima y de legítima defensa, tutelada claramente por el Derecho Internacional contemporáneo.


Si el tiempo actual fuese otro, menos huérfano de referentes éticos y jurídicos, más próximo al sentimiento acopiado por la humanidad luego del Holocausto, a buen seguro que el Consejo de Seguridad de la ONU y la Reunión de Cancilleres de la OEA le hubiesen puesto freno al verdadero autor intelectual de todo este desaguisado, que hoy casi nos sitúa en el borde de la guerra: el soldado Chávez Frías.


No por azar, en noviembre de 2004, causándole sorpresa y preocupación al entonces secretario general de la OEA, César Gaviria, dicho militar gobernante hizo pública su decisión de avanzar mediante acciones defensivas y castrenses contra Colombia y su Plan Colombia, a objeto de dispararle por mampuesto a Estados Unidos. Es hora, pues, de releer La nueva etapa, el Nuevo mapa estratégico de la revolución bolivariana, para situar lo acontecido en su justo meridiano.

El autor, profesor titular de Derecho
Internacional, fue magistrado de la Corte
Interamericana de Derechos Humanos

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