Joaquín Balaguer es un referente de éxito. Pero de un éxito que sólo le sirvió a él. Satisfizo, con sus logros, profundas e íntimas apetencias. Eso, el haber elegido y trabajado de manera infatigable para esculpir su personalísima concepción de la victoria, es un derecho que nadie le podría escamotear. Otra cosa muy diferente son las consecuencias de esa opción para los fines del anhelado engrandecimiento de esta nación.
Siendo el gobernante, como lo es, administrador circunstancial de un destino colectivo, su éxito verdadero sólo puede ser evaluado a partir de sus aportes a ese proceso de hacer avanzar la sociedad en cuyo derrotero le correspondió incidir. Desde esa perspectiva, el personaje mencionado fue un gran fracasado, porque sus métodos pueden ser, con acierto, definidos como la representación de la antítesis de lo que este país precisa para abandonar el penoso estado de postración que le abate.
Es inaceptable definir el saber gobernar como ser capaz de mantenerse en el poder. Nada que sea preservado para alcanzar propósitos distintos a la esencia de lo que se persigue con eso, valdrá la pena para nada que no sea una detestable egolatría. Eso era Joaquín Balaguer, un ser atormentado por afanes irrefrenables de hacer prevalecer su autoconcepción de Mesías. Su mundo giró en torno a descubrir y aplicar las maneras, no importa lo inverosímiles e inmorales que fueran, para garantizar su permanencia en el poder, un poder cuyos fines se aniquilaban en sí mismos por los tránsitos requeridos para su consecución.
Ese recetario puede, en un contexto determinado, resultar efectivo para alcanzar el éxtasis de la individualidad, pero es incompatible con la decisión de institucionalizar un escenario social específico, lo cual es consustancial a métodos, sistemas, leyes, procedimientos. Inconcebible supeditarlo a la omnímoda voluntad de una persona, por más iluminada que se le considere.
Esas características están en el centro de las causas que determinan la diferencia entre el desarrollo y el atraso. El fracaso de la república ha consistido en que la corriente autoritaria y caudillista se ha impuesto, cercenando las posibilidades de que brisas liberales refresquen el árido panorama democrático dominicano. Cuando Bosch se refería a la obra inconclusa de los padres fundadores, no hacía más que reiterar la prevalencia histórica de las huestes conservadoras, con todas sus perniciosas consecuencias.
A la muerte física de Joaquín Balaguer le sigue el episodio particular de que el sector conservador queda desprovisto de figuras relevantes dotadas de la aptitud requerida para aglutinar las fuerzas en desbandada. Una circunstancia ideal para el surgimiento en esos litorales de liderazgos de relevo que encauzaran la corriente por senderos democráticos y convirtieran el juego político del país en algo menos lastimoso que una piñata destrozada a mordiscos.
Sucedió algo insólito. Supuestos representantes del ala liberal, como cazadores ansiosos de atiborrar de poder sus faltriqueras, emprendieron la tarea de captar el espaldarazo de los huérfanos conservadores. En principio eso no tiene nada de ilegítimo, siempre que se produzca, de manera formal, la abdicación de posiciones anteriores y la asunción de nuevos paradigmas. Que se haga transparente la mutación. No ocurrió así. Se convirtió la figura de Balaguer, con sus mecanismos incluidos, en la nueva referencia de gobernante, al tiempo de continuar enarbolando, sólo en las palabras, las tesis liberales. Es la aspiración de una duplicidad perfecta.
En la próxima entrega analizaremos las derivaciones para este infortunado país de ese camaleónico cambalache.
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