Cuando Fidel Castro formalizó su adhesión total a los principios de la revolución marxista-leninista, en 1959, pocas semanas después de haber asumido el poder total en La Habana, la Iglesia Católica advirtió que se encontraba frente a uno de los desafíos más severos del siglo XX.
El hecho de que se hubiera implantado en Cuba un sistema totalitario que entronizaba el ateísmo como doctrina oficial de Estado configuraba seguramente una de las peores noticias que podían llegarle a la Santa Sede, sólo comparable a la que catorce años antes le había deparado otro hecho político doloroso: la caída de Polonia en manos del comunismo soviético.
El imperio comunista con sede en Moscú se expandía rápidamente y, en su voracidad imperial, sojuzgaba día tras día a nuevos países y a nuevas y viejas culturas y sociedades. Pero lo de Polonia y Cuba hería muy directamente a la fe católica: se trataba de dos naciones representativas de todo aquello que el imaginario social identificaba con la imagen viva del catolicismo.
Por supuesto, el tiempo y la historia se encargan de dar nuevas respuestas a los enigmas más complejos de cada época y de cada región del mundo. En 1978 irrumpió en la escena del siglo XX un actor inesperado. Se llamaba Karol Wojtyla, era polaco y se había convertido en sacerdote. Más tarde, había sido nombrado obispo de Cracovia. En 1978, durante el cónclave de cardenales que tenía la misión de elegir al sucesor de Juan Pablo I, Wojtyla oyó que su nombre empezaba a circular repetidamente. Cerró los ojos, se puso algo colorado (según relató años después) y se preguntó si los amaneceres tendrían para él, a partir de ese día, la misma tonalidad.
Desde luego, la historia ya no fue igual para los polacos. Tampoco para los cubanos. Tampoco para los demás habitantes de un mundo que había vivido dos guerras mundiales y ahora se mostraba empecinado en evitar una tercera. En 1989, el imperio soviético empezó a desintegrarse sin que nadie supiera bien por qué.
Todos sabemos, en líneas generales, lo que la historia le reservó, en los años siguientes, a Polonia. ¿Qué le reservaría a Cuba? En enero de 1998, Juan Pablo II llegó en visita pastoral a la isla con el firme propósito de animar en la esperanza a todos los cubanos y de acompañarlos a superar sus crecientes dificultades. Fidel Castro recibió personalmente a Juan Pablo II y asistió con él a una misa en la plaza de la Revolución. Raúl Castro, por su parte, acompañó al papa al Santuario de Nuestra Señora del Cobre, en Santiago de Cuba. Fue, sin duda, una visita histórica. La presencia de Juan Pablo II encendió en el corazón de muchísimos cubanos un renovado impulso evangelizador. Y movilizó a muchos más en el esfuerzo para lograr que ese sentimiento continuara creciendo hasta convertirse en una antorcha que llegara a todos los rincones de la isla.
En los últimos días, el actual secretario de Estado del Vaticano, Tarcisio Bertone, visitó la isla de Cuba con el expreso fin de celebrar el décimo aniversario de aquella recordada visita de Karol Wojtyla.
El cardenal Bertone no viajó solo: llevó con él un mensaje del papa Benedicto XVI dirigido a todos los miembros del Episcopado cubano. Dice el Papa en ese mensaje: "Tenéis en vuestras manos el cuidado de la Viña del Señor en Cuba, donde el anuncio del Evangelio llegó hace cinco siglos y cuyos valores tuvieron gran influencia en el nacimiento de esa nación, por obra sobre todo del siervo de Dios Félix Varela y de ese propagador del amor entre los cubanos y entre todos los hombres que fue José Martí".
En el final del mensaje, Benedicto XVI repite las palabras que su antecesor Juan Pablo II dejó caer hace una década en el atardecer siempre algo melancólico y colorido de La Habana: "Haz de la nación cubana un hogar de hermanos y hermanas para que este pueblo abra de par en par su mente, su corazón y su vida a Cristo".
En momentos en que Cuba vive horas decisivas para su futuro, como nos están informando minuto a minuto los medios, las palabras de los dos papas -el de hace diez años y el de hoy- resuenan como un llamado a la esperanza y encierran la confirmación de que aquellos desgarramientos sociales trágicos y crueles que las ideologías intolerantes se empeñaron en provocar en la vida de los pueblos durante más de medio siglo ya no tienen, en el mundo, el poder que alguna vez tuvieron. Ahora, el diálogo y la paz son posibles. ¿Son posibles?
Por Bartolomé de Vedia
bdevedia@lanacion.com.ar
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