Tony Raful
Cruzó veloz aquella mañana de julio hacia la cita que sólo él conocía con su destino, pasó por el parque, que como siempre estaba lleno de contertulios, billeteros, vagos, gente diversa, agentes secretos, rumbo a la cita en la rumorosa calle El Conde, donde unos hidalgos se habían instalados para iniciar el proceso democrático de la nación dominicana, apenas unas semanas después que el tirano fuera abatido por un puñado de héroes.
La ciudad pequeña, la Ciudad Trujillo, era una trampa, un sumario de sospechas, nadie sabía con claridad, si estos comisionados de la libertad, que habían llegado acogiéndose a las garantías dadas por el Presidente Balaguer, para desarrollar tareas políticas en el país, constituían un engaño, una especie de “gancho” como diría Zaglul.
La nación era un hervidero, una lava volcánica clandestina, se dudaba de todo, el aparato del crimen y del oprobio que se había enseñoreado durante treinta años, estaba intacto, el caliesaje, las demostraciones de dolor por la muerte de Trujillo aún continuaban en la calle, en la prensa, en la radio, aquella masa infeliz lloraba y se desgarraba las vestiduras ante el sarcófago del mandamás, del señor de horca y cuchillo, del hombre más poderoso de la tierra dominicana, que ahora estaba convertido en una masa sanguinolenta y podrida, como todos los mortales al amparo último de la misericordia divina.
Pero él no se detuvo, caminaba aprisa, llevaba un candelabro encendido en el pecho, era su corazón pletórico y su esperanza, ya nada importaría frente al hecho magno de encontrarse con aquellos cruzados del cinco de julio de 1961, si se trataba de una celada, la suerte estaba echada, recordó la farsa trujillista de otro julio pero de 1960, cuando Máximo López Molina y Andrés Ramos Peguero, dos osados expedicionarios de la libertad, se acogieron a la mismas garantías del mismo mandatario y pusieron sus altoparlantes al viento de la Patria para denunciar a Trujillo y pedir cambios para terminar encarcelados y torturados, su local incendiado y casi un centenar de jóvenes desaparecidos.
¿Sería lo mismo ahora? José Francisco Peña Gómez se preguntaba, si todo terminaría igual, tenía una franja de duda, pero su instinto político, que fue muchas veces certero, le decía que siguiera caminando por la angosta calle El Conde hasta que llegara donde estaban los comisionados del cinco de julio. Después de todo, la situación internacional era desfavorable en mayor medida para la continuación de la dictadura, la muerte del dictador abría nuevas perspectivas de futuro, su hijo Ramfis no tenía las condiciones de heredar aquella dictadura, aunque era un sádico criminal, el país despertaría del embrutecedor sueño de opresión que había vivido.
Iba recordando todo el aparato montado de la dictadura, toda aquella legitimación de la barbarie, cómo los sectores de la nación se le habían sometido a los caprichos de gobernante férreo y despótico, desde los servicios de inteligencia al Instituto Trujilloniano, desde el sicario alevoso hasta la cartilla cívica, desde la falta de libertad hasta la poderosa maquinaria del Partido Dominicano y su burocracia imponente.
José Francisco Peña Gómez llegó por fin aquella mañana a su encuentro con la historia, iba con un pobre saco de profesor de escuela, pero altivo, digno, sabía que el magisterio despertaba un sentido de respeto aún en su raída constelación social. Unos jóvenes que estaban en el otro parque, al verlo llegar, sin conocerlo, le preguntaron qué buscaba, él respondió que venía a integrarse al Partido Revolucionario Dominicano. Subió las escaleras y se presentó ante los comisionados, su voz estentórea definió su presencia, “me llamo José Francisco Peña Gómez, soy maestro, locutor, poeta y revolucionario, y vengo a integrarme a la lucha política”. Lo demás es historia conocida.
Él volvería a pasar muchas veces por el Parque Independencia, él estaría allí en los días heroicos y vibrantes de abril, él cruzaría de nuevo en las tareas ingentes de movilizar el país, de crear conciencia para una sociedad más justa, él fue muchas veces al Altar de la Patria, allí, donde las cenizas venerandas de los fundadores de la República, refulgen eternas. Ahora Peña Gómez ha vuelto al parque Independencia, sus imágenes han tomado sus contornos, sus fotografías asociadas a la lucha por la democracia y la libertad están allí como respondiendo aún después de muerto, a quienes ignoran o desconocen la verdadera historia contemporánea dominicana, los aportes fundamentales de él y su Partido a la democracia, la imborrable huella del decoro y el compromiso histórico.
Ana María Acevedo ha coordinado este montaje visitado por cientos de miles de escolares, estudiantes y gente del pueblo. Es el mejor homenaje a Peña y a la memoria histórica que algunos, de allá y de aquí, pretenden desconocer.
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