J.C. Malone
NUEVA YORK.- Los militares exterminaban homosexuales, minusválidos, judíos y otros grupos “inferiores e imperfectos”, mientras los científicos experimentaban para producir la raza pefecta. Desarrollaban químicos que aumentaban el volumen muscular humano, demostrando a simple vista que la raza aria era “superior”; pero cayó Berlín. Y Estados Unidos se incautó, como botín de guerra, los experimentos inspirados en la más pura, descarnada y funesta expresión de racismo conocida hasta hoy. Usando conocimientos espúreos y robados, el doctor John Ziegler, fanático del levantamiento de pesas, materializó el sueño nazi, produciendo el primer esteroide anabólico en York, Pensylvania, en 1958. Hitler quería demostrar la “superioridad” aria, Ziegler “demostró la superioridad” estadounidense en levantamiento de pesas, ganándole a los soviéticos en las Olimpíadas. Y los atletas estadounidenses cargaban con la mayoría de las medallas olímpicas, en gran parte gracias a los anabólicos.
Concebidos para proyectar la falsa superioridad racial, los esteroides cumplieron su misión original proyectando la falsa superioridad de un sistema sociopolítico químicamente inflado, como sus atletas. El uso de anabólicos fue secreto a voces entre deportistas. Cuando descubrieron sus efectos negativos, Estados Unidos controló su distribución interna, pero sus farmacéuticas siguieron produciéndolos, exportándolos y promoviéndolos libremente en Latinoamérica. Controlar su uso en nuestros países afectaría la “libre empresa”. Alabaron las bondades anabólicas y callaron sus maldades. Los mercadearon directamente a los niños y adolescentes de mi generación, con anuncios en paquitos de Supermán y otros súper héroes. ¿De dónde salían los músculos espectaculares de Charles Atlas, “el alfeñique de 44 kilos?”.
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