Por Miguel Guerrero / El Caribe
Cuando escribo sobre Hugo Chávez, el engreído capataz que dirige Venezuela, me llenan de improperios. Me llegan a raudales, como si estuvieran al acecho, esperando impacientes que me refiera a su héroe. Confieso que Chávez es uno de mis temas favoritos.
Y cómo no habría de serlo. Es la antítesis de la prudencia. La perfecta encarnación del nuevo revolucionario parido por la extrema derecha, de donde realmente viene y en donde sus hechos lo sitúan. Es un “sultanato” y no una revolución la que él preside. Maneja el erario venezolano como si fuera suyo.
Hace del petróleo y otras riquezas de su país un instrumento de sus ambiciones personales. No tiene control alguno de sus emociones. Dice lo que se le ocurre, sin importarle los escenarios.
La escena que protagonizó en Chile, frente a sus colegas iberoamericanos, carece de precedente. Le espanta la posibilidad de no llamar la atención y esa obsesión le induce a incurrir en los exabruptos a los que tiene al mundo acostumbrado.
Le ha tomado ahora con lo del frustrado golpe de estado que intentó desalojarlo del poder hace ya varios años. Un fiambre. Un tema fuera de agenda para una cumbre ocupada en asuntos tan vitales como el agua y la cooperación entre naciones. Sus quejas no tienen desperdicio.
El hombre que encabezó un fallido pero cruento intento de golpe de estado contra un gobierno legítimo en su país, habla de golpistas y acusa a otro del pecado que él mismo cometiera. No respeta a nadie.
El rey le amonestó cuando se hizo evidente que no dejaba hablar a Rodríguez Zapatero, quien le exigía respeto por un rival ausente. Es un mal educado. No existe protocolo ni reglas que para él tengan valor.
Ha usado el petróleo, como hizo ya una vez con el país, para imponerle sus criterios a otras naciones. Y no duden que vuelva a hacerlo. No es la clase de tipo que perdone un tratado de libre comercio con Estados Unidos.
Miguel Guerrero es escritor y periodista
mguerrero@mgpr.com
martes, noviembre 13, 2007
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