PEDRO GIL ITURBIDES
-DE HOY, MATUTINO DOMINICANO-
Nos acechan nuevos impuestos. Pese al agobio que sufren las gentes en todos los niveles, pero más que nada en la clase media, hay amenaza de nuevos tributos. No hay amenaza de reordenamiento del gasto público para disminuir erogaciones innecesarias.
No eso no. Más fácil es meternos las manos en las faltriqueras y sacarnos el último chele colorao que nos quede. ‘
Pero, ¿qué efectos sociales y económicos puede tener una adicional y pesarosa tributación? Los estrategas de la administración debían pensar en las repercusiones derivadas de la aplicación de nuevas cargas impositivas.
Los anuncios del crecimiento económico que hace el Banco Central de la República no satisfacen al gran pueblo.
Sólo determinados sectores, enclavados en el poder político, conciben como verdad irrebatible el crecimiento anunciado.
Quienes dependen de rentas fijas, sobre todo salariales, están plenamente conscientes de lo inverosímil de ese anuncio. A la lista, por supuesto, hay que añadir a quienes están relacionados con éstos.
Los que les acreditan bienes de consumo y de civilización. Los que esperan que su sentido caritativo sacrifique un mendrugo y deje caer las boronas. Cuántos anhelan fiarles algo porque no encuentran a quién vendérselo. El comercio, en fin, que grita por estos días, señalando a la recesión económica como responsable por la reducción del volumen de ventas. La presión tributaria no debe llegar a los extremos que criticaban los pueblos antiguos, al hablar de exacción. Las románticas leyendas de un Robin Hood que roba al administrador fiscal y a los ricos para repartir a los pobres tiene hondas raíces en los pueblos.
A Nuestro Señor Jesucristo lo contemplamos refiriéndose a los mismos, y exigiendo a un agente fiscal que redistribuyera, le dijo, lo robado a las gentes. Y sin ningún género de dudas, cuando la presión tributaria alcanza determinados niveles, el pueblo se siente robado. Esta afirmación cobra mayor sentido cuando se contemplan paralizadas miles de obras de servicio social iniciadas en ésta o en anteriores administraciones.
La gente tiende a preguntarse qué hace el administrador fiscal con aquellas partidas que le arranca de las manos.
La sensación de engaño crece sobremanera, y nace el sentimiento al que aludía Herbert Spencer: el rechazo al gobierno.
Tal vez los estrategas de la presente administración debían leerse este autor.
Es verdad que es uno de los tratadistas del individualismo que propugnó por el rechazo al Estado.
Lo admito.
Pero sin duda, en su época, esta sensación de ser esquilmada distinguió las relaciones pueblo/gobierno.
Esta visión de inservibilidad del Estado lo llevó a su irreductible pensamiento contra la administración pública.
Por eso pido que pensemos con calma y sin prisas, lo de aplicar nuevas cargas impositivas. Los once mil millones de pesos que se prevé como déficit fiscal pueden resultar de una de dos situaciones. Una, a la que me acojo, una sobreestimación del ingreso a la hora de diseñar y formular el Presupuesto de Ingresos.
La otra, la que surge cuando la gente se harta, de la evasión o la cesación de actividades que reditúen ingresos al tesoro público.
En todo caso, aceptemos uno u otra de esas posibilidades, lo cierto es que refleja la condición en que se encuentra el pueblo.
Si la imposibilidad de alcanzar los niveles estimados en los ingresos resultan de la evasión, ¡peor aún!, es hora de que el administrador fiscal se revise.
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