jueves, octubre 12, 2006

La parábola de la botija

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JOSÉ MIGUEL SOTO JIMÉNEZ

La cultura popular dominicana, en ocasiones despreciada y subestimada por el desdén de las clases dominantes, encierra en su simplicidad desconcertante, los valores y tradiciones de un pueblo valeroso, que ha sabido sobrevivirse a sí mismo y a sus dilemas, a pesar de los “avatares del tiempo y las inconsecuencias de la historia”.

Por ello, y no por un chauvinismo trasnochado o las pesadillas y delirios de una autarquía irremediablemente irracional, he dicho que para sortear el cúmulo de males que en medio de la globalización sufrimos, tenemos que buscar soluciones más que a lo exterior, hacia lo interno, acudiendo a nosotros mismos, a nuestras virtudes como pueblo, para acabar con el maleficio secular del situado o la mala costumbre de esperar siempre lo que nos traerá el barco de nuestra ansiedad, entre las vicisitudes de la esperanza y los derrumbes de nuestras frustraciones.

La búsqueda legendaria de la botija, nuestro vellocino de oro, es una de las figuras culturales más socorrida entre nuestros hombres del campo y es fácil rastrear su origen entre las marismas de nuestra pobreza, y ese culto que hemos tenido siempre por el milagro y la casualidad, en medio del aislamiento, las agresiones externas recurrentes y la indigencia siempre prolífera en ilusiones.

La botija o el entierro nos remite a tiempos remotos de inseguridad, orfandad, piratería, falta de bancos, derrumbes, malas políticas de gobiernos creadores de papeletas oníricas, que obligaban a nuestros mayores más afortunados a convertir sus pocas o muchas riquezas en moneda dura o valores relativamente perdurables, (joyas, onzas y morocotas de oro y plata), para enterrarlos a buen recaudo, en vasijas de barro, en lugares sólo conocidos por ellos y su conciencia, protegidos de los ladrones de siempre, de la voracidad de algunos familiares aviesos y traviesos, de autoridades arbitrarias, generales ambiciosos, caudillos malgachos y la rapiña triunfal de las revoluciones.

La muerte, esa última razón de todo, inoportuna e inesperada, fue responsable, según el cuento, de que muchos de estos señores se llevaran el secreto de la ubicación de sus tesoros a la tumba, para que entonces, de entierro a entierro, surgiera y resurgiera el secreto, la búsqueda, el misterio, la leyenda, quimera, esa quimera vana que es apelativo irrenunciable y obligado de los desposeídos.

La botija, entonces, como los números de la lotería, se daba en sueños, la recibía un escogido, un ungido casual de la pobreza, como confidencia astral de un muerto, que era casi siempre el dueño fenecido de la botija oculta, que no podía descansar en paz hasta no deshacerse de ese “lisio” material, innecesario en su estado de difunto.

No bastaba entonces con poseer la mullida confidencia del milagro para tener acceso al lugar divulgado y acceder al premio, había que tener un compañero para afrontar la tarea espeluznante del desentierro, que casi siempre, sabio y malicioso, también lo escogía el muerto entre los enemigos, rivales o disgustados del premiado, para que se viera en la disyuntiva de dirimir sus diferencias y compartir con ese contrario el tesoro develado, dando muestras extremas de desprendimiento y desapego.

Varias virtudes había de tener también el escogido para acceder y encontrar el entierro: valor personal, temeridad, arrojo, fe en la empresa, respeto por el difunto, limpieza de espíritu y sobre todo, buenas intenciones.

A las doce de la noche, pala en mano, después de haber prendido la consabida vela al muerto, que rondaba en pena y se hacía sentir en la aproximación de la pareja al lugar señalado, se efectuaba este acto fervoroso, extremaunción de la esperanza. Si había buena fe, después de sudar la gota gorda y bregar mucho, se podía encontrar la botija aquella, promesa del delirio, cuyo contenido había que usar después, en buenas obras, compartir con allegados y vecinos y hacer el bien, so pena de que todo aquello se le volviera sal y agua.

Yo no sé por qué la presidencia de la República se me asemeja tanto a la botijuela de nuestras leyendas, y se me ocurre, que siguiendo en sueños la confidencia de esos muertos tutelares que todos conocemos, hay gentes escogidas que se aprestan, orejeados por sus aspiraciones, a la búsqueda sacramental de la botija.

Ojalá, digo yo por decir, salga premiada, como en la mítica leyenda de la ruralidad, la pareja mejor intencionada y se llenen todos los demás requisitos del arcano criollo. Quien tenga oídos para oír, que oiga; quien tenga ojos para ver, que vea y entienda.

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