La columna de Miguel Guerrero

Por Miguel Guerrero / El Caribe

Quien gane las elecciones, evitaría la quiebra de muchas pequeñas y medianas empresas si elimina los famosos anticipos del impuesto sobre la renta. Si esta aberración es de efecto mortal en la actividad comercial, lo es mucho mayor en el caso de particulares.

En ningún otro país sus ciudadanos y empresas están obligados a financiar los flujos de caja del gobierno. Todo lo contrario. En otras naciones es el gobierno el que auxilia a una empresa cuando se encuentra en dificultades.

Las leyes estadounidenses permiten a las compañías apelar a una ley de quiebra para mantenerse con vida. Lo peor del caso es que la autoridad tributaria exige los anticipos en base a una presunción de utilidades.

Es decir, una empresa o un individuo están forzados a adelantar sus contribuciones impositivas sobre un cálculo de lo pagado el año anterior, algo no siempre probable en una economía tan débil como la nuestra, sujeta a los imponderables propios de situaciones internacionales ajenas a su control y voluntad.

En los casos de las personas que declaran sus ingresos se da con frecuencia que a un año bueno siguen otros malos, resultantes de la terminación de un contrato o de otros factores que pueden reducir dramáticamente sus ingresos.

Si alguien produjo, por ejemplo, ingresos ascendentes a diez millones de pesos, su contribución del 25% a la renta sumaría dos y medio millones, suma a anticipar el año siguiente sin importar cuánto gane o reciba.

Esto es sencillamente una barbaridad, un tormento tributario, que mantiene en constante zozobra a decenas de miles de contribuyentes.

El sistema, con todos los avances alcanzados y la evidente reducción de la evasión impositiva, sigue siendo poco amigable, especialmente para la clase media, que en este país paga, como se dice, “todas las cuabas”. Nuestros anticipos financian las llamadas “nominillas de los compañeritos”.

Miguel Guerrero es escritor y periodista
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