Por Miguel Guerrero / El Caribe
El poder, especialmente cuando se ejerce prolongadamente, viene cargado de soberbia. Pero también hace milagros. Me refiero al de la conversión.
Transforma y hace devotos a quienes una vez fueron ateos. Cambios tan radicales vienen por diferentes causas.
La necesidad que impone la permanencia en la cúspide o la visión íntima y personal de pequeñez que sólo los iluminados, los verdaderamente grandes, alcanzan cuando otros se postran ante ellos en señal de sumisión.
Cualquiera sea la razón, para todo fin práctico es irrelevante, lo cierto es que la fe, al parecer, ha encontrado sitio donde antes nunca estuvo.
Una consecuencia lógica del final de la guerra fría o tal vez, más apropiado, de las peculiaridades de la política doméstica y de la enorme influencia de la religión en la vida del país.
De pronto ser buen creyente, es mejor negocio que no profesar fe alguna. Lo dicen las encuestas.
La profunda religiosidad del dominicano, ricos, pobres o clase media, no hay mucha diferencia, es cosa del otro mundo. Nadie ganaría la presidencia negando a Dios, ignorando la importancia de un santuario, o prestando oídos sordos a las necesidades de una congregación.
Especialmente si ella vino acompañada de los descubridores, y se estableció entre nosotros primero y antes que en cualquier otro lugar en este nuevo mundo, todavía tierra de promisión y esperanza.
Los requerimientos y obligaciones protocolares obligan a echar a un lado todas esas sandeces propias del materialismo y la dialéctica marxista. Nada es más real que la aparición de una imagen, trátese de una virgen o la de un cristo.
La repentina religiosidad con que se adorna el poder deja atrás una larga historia de rivalidades que legaron al país amargos sabores y cruentas confrontaciones.
Como se ha dicho, la fe mueve montañas y despeja de obstáculos el camino, en especial si conduce a las elecciones.
Miguel Guerrero es escritor y periodista
mguerrero@mgpr.com.do
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