Cuando el debate en la política partidista se traslada al plano personal, en lugar del campo de las ideas y de los argumentos valederos, se cae en el peligroso terreno de la arena movediza.
Esta se traga no solo a los que penetran a ella sino que de alguna manera tiende a amenazar a los entusiastas espectadores que se aproximan a su alrededor, atraídos por un morbo perverso.
Que gente común del vulgo, sin mayores luces y con una escasa visión que a veces no llega más allá de sus narices se comporte de esta manera, hasta se explica y se entiende, aunque en ningún caso se justifica.
Pero resulta chocante e inadmisible que personas inteligentes, con madurez no solo biológica sino emocional incurran en la dañina y poco edificante tentación de entrecruzar dimes y diretes que en nada contribuyen a elevar el debate público.
A juzgar por la forma en que recientemente Miguel Vargas Maldonado y Leonel Fernández han intercambiado ciertos pronunciamientos, parece que estos pruritos o consideraciones cuentan muy poco o tienen escasa valoración.
Es probable, empero, que quienes están equivocados sean El Caribe y todos aquellos que, desde diferentes ámbitos de la vida nacional, no se cansan de reclamar moderación y equilibrio en una actividad como la política, que no se caracteriza precisamente por la nobleza.
Los hechos y los resultados de la forma en que aquí tradicionalmente se ejerce la política desde la esfera partidaria tienden a legitimar la cruda, cruel y también amoral sentencia de que “el fin justifica los medios”.
Como hacen los boxeadores en el cuadrilátero, los políticos no pueden ignorar el tren de pelea y las artimañas del contrincante, pero tampoco deben permanecer a merced de lo que el oponente quiera imponer como reglas de juego.
El pragmatismo, o más propiamente la ausencia de adscripción a ciertos principios esenciales, así como la búsqueda del poder o el esfuerzo por permanecer en él, no pueden tornar la política en una contienda donde los golpes bajos sean válidos.
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