viernes, noviembre 03, 2006

Se fue la luz

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LEO BEATO

-DE HOY MATUTINO DOMINICANO-
Una carrera a Mata Hambre! Cincuenta cheles - respondió el taxista sin quitarse la gorra de liceísta crónico.

En aquella época se amarraban los perros con longaniza así que cuando mis padres, mis dos hermanas y yo penetramos en el flamante chevy blanco, nunca se nos ocurrió pensar que la experiencia iba a terminar en una gran profecía.

Era un domingo a las tres de la tarde pero nadie hablaba, nadie reía como si el mundo hubiera entrado en su recta final. Como cuando el Escogido perdió del Licey en el último juego del campeonato y en el noveno inning después de aquel descomunal jonronazo con las bases llenas de Alonso Perry, aquel viejo pitcher zurdo que se convirtió de repente en un jonronero de leyenda. En Dominicana es realidad todo lo que en otras partes del mundo no es más que pura fantasía. Al llegar a la San Martín el cielo se desplomó. Las nubes se volvieron histéricas y el llanto sobre la ciudad fue descomunal. Nunca había visto tanta lluvia. El cielo lloraba porque yo a los once años decidí meterme a cura.

“¿Me estarán dando la despedida?- pensé en voz alta. ¿Qué iba a decir ahora Teresita, mi compañerita de pupitre, cuando se enterara de mi ausencia?

- ¡Ave María Purísima!- gritó el liceísta- nos vamos a ahogar todos.

Rechoncho, de esos que nunca pisan una sacristía pero que creen en el agua bendita, se persignó para que el agua amainara. ¡Schazám!.... Del cielo nos dispararon un plomazo como si de repente el viejo chevy blanco se hubiera convertido en una góndola o en el tiro al blanco del Arcángel de los rayos. Zelaya, mi hermana de apenas seis años, explotó en llanto y se asió a mi madre. Eso hizo que alguien allá arriba se apiadara del mundo pues a los quince minutos y medio pudimos reanudar nuestra interrumpida navegación. Al llegar al viejo aeropuerto de la avenida San Martín al chevy le cayó apoplejía, un complejo freudiano que le hizo creer que era el Memphys, el acorazado encallado frente al Placer de los Estudios en el malecón.

- Ya no quiero meterme a cura- exclamé. - “Pa’tras ni pa’ coger impulso”- exclamó mi padre de acuerdo al dicho aquel del viejo de Guipúzcoa, Ignigo de Loyola: “En tiempo de tempestad no hacer mudanza”. Después de todo era hacia el Seminario Santo Tomas de Aquino que navegábamos. El caso fue que cuando llegamos a la Fabré Gefràis, hoy día Abraham Lincoln, tuvimos que esperar 25 minutos en la cuesta hasta que amainara el diluvio.

“Quosque tandem, Catalina, patientiam nostram abutere intentes?”- se escuchó la voz de plomo de Euribíades Concepción, un seminarista del tercer año enfrascado en una exposición del famoso discurso de Marco Tulio Cicerón (¿Hasta cuándo, Catalina, piensas abusar de nuestra paciencia?). Hicimos nuestra entrada triunfal en medio del acto público en homenaje al insigne orador romano sacrificado a destiempo.

- Por lo menos de aquí saldrás convertido en orador aunque no se te entienda nada- sonrió mi padre siempre optimista sobre los desvaríos clericales.

- ¿Y qué sabe decir uno a los once años?- le pregunté sin saber lo que decía.

Esa noche encerrado en mi celda de cautivo voluntario, mi primera noche en el claustro lloré a lágrima suelta como había llorado el cielo por mí, convencido de que lo que importa en la vida es precisamente lo que dejamos pasar, la ciudad con sus ruidos, la familia, el chapoloteo incesante de los pueblos cayendo como sangre sobre nuestras propias conciencias maniatadas. “¡Auxilio! ¡Sàlvenme!”, gritó mi subconsciente.

En contra de las regulaciones del seminario subí hasta el último peldaño hasta la azotea desde donde se divisaba toda la ciudad dormida. Creyéndome su Arzobispo de mitra y báculo la bendije de pie pidiendo que volviera la luz sobre los que ésta nunca ha brillado. Como por obra y gracia de una fuerza maligna, en vez de volver, la luz se fue y todo ha sido desde entonces una total oscuridad. Fue ahí cuando se me apareció el Arcángel:

- No la bendigas, exorcízala. En este país no habrá luz jamás.

- ¿Y qué tipo de Arcángel se atreve a hablarle así a un pichón de cura? - le pregunté trepidando como un papa medieval ante un cuadro de Leonardo.

- No soy ningún arcángel, soy el Diablo. Este país es mío y aquí no habrá luz jamás de los jamases. Así ha sido y así será.

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