FABIO RAFAEL FIALLO
-DE HOY, MATUTINO DOMINICANO-
En nuestro artículo precedente (“La filosofía al rescate de la economía”, Hoy, 15 del corriente), señalábamos que en el siglo XVIII, llamado siglo de la Ilustración, los avances científicos alimentaron la esperanza de que el hombre, por medio de su capacidad de razonar, llegaría a responder de manera irrefutable a las tres cuestiones que constituyen el núcleo de lo que en filosofía se conoce con el nombre de metafísica, a saber: ¿Es que Dios existe? ¿Es que el mundo fue creado? ¿Es que el alma humana es inmortal? Sin embargo, a pesar de ese optimismo basado en el progreso de la ciencia, la filosofía no lograba aportar una respuesta definitiva y concluyente a esas cuestiones esenciales.
Fue en ese contexto que Immanuel Kant, pensador alemán de finales de aquel siglo, produce una verdadera revolución en la materia.
Para resolver el impasse en que se encontraba el pensamiento filosófico de su época, Kant estructura su teoría en torno a la pregunta: ¿Qué podemos conocer? Tamaña revolución, amigo lector. Pues dicha pregunta implica que, antes de responder a las cuestiones metafísicas, es preciso establecer cuáles son los límites de nuestra capacidad de conocer.
Kant sostiene entonces que los conceptos, principios y teorías, que con la ayuda de la razón formulamos para explicar la realidad observable, no forman parte de dicha realidad sino que, al contrario, son construcciones de nuestro espíritu.
El conocimiento queda pues delimitado por la manera en que el ser humano ordena y da sentido a la realidad observable.
Ahora bien, prosigue Kant, el error consiste en creer que esas construcciones de nuestro espíritu puedan aplicarse a lo que queda fuera del campo de lo observable, es decir, en creer que las mismas puedan transponerse a las cuestiones metafísicas. A fin de probar lo que dice, Kant se sirve de la razón para demostrar, e inmediatamente refutar, tanto la existencia de Dios, como la inmortalidad del alma humana, como la formación del mundo por un creador. Y el hecho de poder, con un mismo grado de coherencia, afirmar una cosa y enseguida su contrario en el campo de la metafísica es la mejor manifestación, concluye Kant, de que nuestros medios de conocer no permiten resolver problemas de esa índole.
Dicho de otro modo, la razón según Kant se pone a dar vueltas en el vacío tan pronto como trata de responder a las cuestiones metafísicas; y eso, por el sencillo motivo de que ella no está equipada para elucidar ese tipo de cuestión.
Valga una aclaración: Kant no niega en absoluto la existencia de Dios. Lo que hace es simplemente afirmar que las cuestiones de la metafísica, incluida aquella relativa a la existencia de Dios, escapan a nuestros medios de conocer.
Es necesario emprender hoy un ejercicio similar a fin de delimitar el radio de acción de la economía. Me explico.
El actual proceso de globalización de la economía, lejos de acercarnos progresivamente a la abundancia, está preparando meticulosamente, y a paso firme, nuevos tipos de escasez. Dos publicaciones recientes nos ayudarán a comprender la magnitud de la crisis que se perfila en el horizonte.
Un estudio intitulado “Living Planet 2006”, preparado por el Fondo Mundial para la Naturaleza (World Wildlife Fund), estima que el mundo está consumiendo cada año 25 por ciento más de recursos biológicos que los producidos en ese mismo lapso de tiempo. De continuar esa tendencia, añade el estudio, para el año 2050 estaríamos consumiendo la capacidad de dos planetas Tierra. Un segundo estudio, realizado por la New Economics Foundation, organización no gubernamental británica, permite estimar que se necesitarían desde ya tres planetas Tierra si los recursos naturales se consumieran a nivel mundial con la misma intensidad que en el Reino Unido (ver diario Le Monde, París, edición del 9 de octubre del corriente). Y qué decir de los costos económicos, y de las repercusiones negativas en los modos de vida de las generaciones futuras, que habrán de provocar el cambio climático y otras manifestaciones del deterioro del ecosistema.
No faltan, lo sé, quienes arguyen que el mercado, a través del mecanismo de los precios, se ocupará de ajustar la oferta y la demanda, que el deterioro del ecosistema y la rarefacción de los recursos naturales incitarán a explotar nuevos yacimientos y a emprender las innovaciones tecnológicas necesarias para crear formas alternativas de producción. Admitámoslo; pero no por ello quedará resuelto el problema que planteamos aquí, a saber: las generaciones futuras tendrán que consagrar una parte cada vez mayor de su trabajo, no a mejorar los niveles de vida, no a alcanzar una hipotética abundancia, sino a reparar y superar los daños ecológicos causados por el modelo económico actual.
En otras palabras, las generaciones que vendrán después de la nuestra tendrán que arreglárselas con un planeta vapuleado.
El fenómeno acarrea consigo una triple injusticia con respecto a los países del Tercer Mundo. Primero, a estos países se les ha inducido a creer que, integrándose plenamente en el proceso de globalización, ellos podrán alcanzar algún día los patrones de vida y de consumo de que disfrutan hoy las naciones industrializadas; lo que en la práctica no se podrá realizar, pues la Tierra carece de los recursos suficientes para extender aquellos patrones al conjunto de la humanidad. Segundo, estos países intentan realizar su desarrollo económico en condiciones ecológicas mucho menos favorables que las que prevalecían en la época en que los países ricos se industrializaban. Tercero, la globalización ha implicado una destrucción de valores y tradiciones ancestrales en los países del Tercer Mundo, la cual pone a dichos países en posición de debilidad cultural para proceder a los cambios económicos y sociales que, tarde o temprano, el deterioro del ecosistema y la rarefacción de los recursos naturales habrán de imponer.
En su libro “Colapso: por qué unas sociedades perduran y otras desaparecen”, el biólogo norteamericano Jared Diamond detalla la forma en que algunas civilizaciones (entre ellas las de los vikingos, los mayas y los habitantes de la isla de Pascuas) cesaron de existir por no haber resuelto problemas medioambientales tales como la alteración del clima, la sobreexplotación de la tierra y la deforestación. Sería ilusorio descartar a priori que nuestra civilización globalizada se verá abocada a fin de cuentas a un destino similar.
Por todo ello, al igual que la revolución kantiana se propuso determinar los límites del conocimiento, ha llegado la hora de tomar conciencia de los límites de la globalización. Y al igual que la revolución kantiana demostró que la metafísica queda fuera de las posibilidades del conocimiento humano, ha llegado la hora de tomar conciencia de que la utopía de la abundancia consumista a nivel universal queda fuera de las posibilidades de la economía.
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