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Disensos, escándalos y renuncias no ayudan a Colombia a enfrentar los grandes retos que tiene a nivel internacional.
Nada más contrario al espíritu navideño que los choques, fricciones y otras actitudes que abundan en la política nacional en este final de año. El normal debate político se ha visto empañado por enfrentamientos y afirmaciones que, además de dificultar consensos en temas fundamentales, tienen efecto dañino en las relaciones internacionales y la imagen de Colombia.
No se ha reflexionado suficientemente sobre la reciente reunión de la Comisión Asesora de Relaciones Exteriores y la inconveniencia de que pugnacidades personales en la política local, como las que allí se dieron, contaminen la política externa. Los ex presidentes encarnan la institucionalidad y la unidad, y su presencia en la Comisión refleja la necesidad de construir consensos alrededor de una política exterior de Estado, con continuidad a largo plazo y respaldada por todas las fuerzas políticas. De allí que sea preocupante el enfrentamiento, sin precedente, entre el Presidente y sus antecesores en torno al acuerdo humanitario, en un escenario como este.
Los tiempos que corren no son propiamente los más tranquilos en el frente externo. Las relaciones con Venezuela están en su punto más bajo en muchos años: los presidentes Uribe y Chávez no pueden ni verse. El conflicto con Nicaragua entra en su fase definitiva en la Corte Internacional de La Haya, con riesgos para la jurisdicción marítima del país en el Caribe. El presidente de Ecuador, Rafael Correa, se apresta a abrir otro pleito con Colombia en esa misma Corte, contra la fumigación aérea de coca en el área fronteriza.
En Estados Unidos, la relación especial de los últimos años se encuentra en proceso de redefinición: esta semana se disminuyeron los montos y se modificó la composición de la ayuda contemplada en el Plan Colombia, y en un acto tan extravagante como injusto, el Congreso de ese país aprobó el TLC con Perú y postergó el de Colombia, su mejor aliado en la región.
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Pese a que la intervención de varios países alrededor de la liberación de los secuestrados ya es un hecho, no hay un esfuerzo sostenido, estratégico para canalizarla dentro de un libreto coherente y funcional. Los esfuerzos del Gobierno por mantener el proceso en manos propias lucen inocuos frente a las impredecibles salidas de gobiernos como el de Venezuela o Francia, todo lo cual, a fin de cuentas, solo da más margen de maniobra a las Farc, que saben aprovechar la multiplicidad de interlocutores.
La diplomacia colombiana demanda rigor estratégico para enfrentar estos múltiples retos, y el manejo del servicio exterior no parece siempre tomarlos en cuenta en su real dimensión.
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El embajador en Gran Bretaña, Carlos Medellín, sale antes de cumplir un año al frente de la misión. El argumento de que se buscaba fortalecer la posición de Colombia en La Haya, con el traslado de Medellín, luce poco convincente, no solamente porque el agente del país en el pleito es Julio Londoño Paredes, embajador en Cuba, sino por el nombre anunciado en lugar de Medellín luego de que se conoció su sorpresiva renuncia el miércoles: Juan José Chaux. Cabe preguntarse: este súbito tránsito de la gobernación del Cauca al estrado donde se ventila la soberanía colombiana en el Caribe en un complejo pleito, protagonizado además por un político mencionado por uno de los jefes paramilitares en versión libre, ¿será el más conveniente para el interés y la imagen de Colombia en el exterior en este momento?
Hoy, la Cancillería y el servicio exterior enfrentan nuevas realidades externas a las que debe darse la debida importancia. Además de la imagen de mayor seguridad y aumento de la inversión y la confianza, los secuestrados de las Farc, con la dramática foto de Íngrid Betancourt como emblema, y los desarrollos de la 'parapolítica' están en las primeras páginas de muchos diarios del mundo.
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En este marco, es inevitable el impacto negativo de noticias como la filtración de conversaciones telefónicas del presidente Uribe y las renuncias del zar anticorrupción, Rodrigo Lara Restrepo, y del ex embajador en Londres Carlos Medellín, quien no aceptó el nombramiento en La Haya por las nuevas revelaciones acerca del financiamiento del asesinato en 1986 de su suegro, Guillermo Cano, director de El Espectador. Ambos, Lara y Medellín, son, demás, hijos de dos mártires del terrorismo conocidos en el exterior: Rodrigo Lara Bonilla, asesinado por la mafia de Pablo Escobar, y Carlos Medellín, magistrado de la Corte Suprema de Justicia, fallecido en el holocausto del Palacio de Justicia. Los motivos a los que se ligaron sus salidas, más allá de lo controversiales que puedan ser, generan obvias inquietudes. Y, también inconveniente y notorio desgaste sobre asesores muy cercanos al Jefe del Estado, los cuales, aunque no se les pueda atribuir una conducta indebida, sí llevan sobre sus hombros relaciones familiares cada vez más difíciles de explicar en el marco de un equipo presidencial.
Todos esos nubarrones que enfrenta Colombia en el panorama internacional imponen proceder con extrema habilidad y tacto, tanto en el diseño de la política externa como en la designación de los encargados de representarla. Y lo que menos conviene, obviamente, son enfrentamientos y escándalos en el frente interno, como los que se han dado en las últimas semanas. No se trata, por supuesto, de ofrecer una imagen monolítica, imposible en una democracia. Pero sí de unos mínimos, de unos consensos básicos hoy fracturados, que permitan al país atender con eficacia y coherencia los múltiples desafíos que tiene planteados fuera de sus fronteras.
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sábado, diciembre 22, 2007
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