sábado, agosto 18, 2007

De cómo acabar con las guerras

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Por JORGE GOMEZ BARATA / Barrigaverde.net

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Para acabar con las guerras hay que terminar con los imperios y luego con las armas. A la inversa no funciona. Mientras dependa de los imperios, nunca habrá desarme. Las armas, además de una rama de las economías más desarrolladas, son un negocio y uno de los símbolos del poder.

Antes que armas los humanos produjeron herramientas que le permitieron aumentar su fuerza y su alcance. La conversión de los aperos de trabajo como arcos, flechas, mazas y cuchillos en armas, unido a la violencia intrínseca en un ser, a la vez que gregario, dotado de una individualidad que lo hace exclusivo, convirtieron al hombre en una criatura letal para sus semejantes.

Con el progreso aparecieron las clases y, con la división social del trabajo, los oficios. El ejercicio del poder se institucionalizó y a la codicia individual se añadió aquella que intenta, no sólo hacer a unas naciones y estados más fuertes que otros, sino convertir las unas en vasallos de las otras.

La historia revela el momento en que el poder de las naciones comenzó a depender más de su capacidad para invadir, saquear y ocupar a otros países que de sus capacidades productivas y de su cultura. En ese minuto, la producción de armas y los instrumentos de trabajo se convirtieron en actividades separadas. El herrero especializado en producir espadas se trasformó en armero.

Durante siglos los imperios asiáticos y europeos se ensancharon y fortalecieron invadiendo, colonizando y enfrentándose entre si. Egipcios, mongoles, persas, árabes y turcos crecieron con la guerra y la conquista, aunque ninguno alcanzó el virtuosismo logrado por Europa, que a las conquistas de los cesares romanos y de Alejandro Magno, sumó las Cruzadas y más tarde al Nuevo Mundo.

Antes del siglo XVIII no había en toda Europa un país que en su entorno fuera más importante que la India en el suyo; lo mismo pudiera decirse Persia o Babilonia. La diferencia que en menos de cien años convirtió a unos en colonias y a los otros en metrópolis imperiales, no radica en la raza ni en la fe, sino en la precedencia tecnológica y en la cultura industrial que, entre otras cosas, permitió al Viejo Continente disponer de mejores armas.

Precisamente es en Europa donde mejor se han descrito esos procesos y donde existe una literatura que narra la miríada de guerras y conquistas que durante siglos dominaron la historia del continente y que se atenuaron cuando en 1492 se descubrió América y fue mejor, más fácil y más rentable colonizar y saquear al nuevo Mundo, que hacerlo con sus vecinos.

Comparadas con las dificultades para conquistar insignificantes porciones de territorio en su vecindad, la conquista de América, con gastos mínimos y bajas insignificantes, produjo inmensas ganancias y permitió apoderarse de un continente poblado por cien millones de almas que durante cuatro siglos trabajaron para Europa.

La nota discordarte provino de Alemania, que no existía como país cuando tuvo lugar el primer reparto territorial y que al unificar sus principados estuvo en condiciones de demandar una nueva distribución. Tal fue el origen de la Primera Guerra Mundial.

Para esa época al sistema internacional se habían incorporado dos elementos nuevos: los Estados Unidos, que con una poderosa industria era capaz de producir armas modernas en cantidades nunca vistas y con capacidad para retar a Europa, derrotarla e intentar desarmarla; y los bolcheviques, ponentes de un proyecto social enteramente nuevo y que, repudiados por Estados Unidos y Europa, en menos de 30 años convirtieron a la atrasada Rusia en una superpotencia.

En el siglo XX, después de derrotar a Hitler, con el debut de la bomba atómica, la capacidad de producir armas llegó a ser tan opulenta que la guerra entre las superpotencias se hizo inviable, aunque el desarme se convirtió en bandera, nunca dejó de ser una quimera. La extinción de la Unión Soviética creó la esperanza de que, si bien no desaparecerían las armas, habría alguna moderación. No ocurrió así.

Estados Unidos se las agenció para procurarse nuevos enemigos, justificar guerras que requieren de más armas y para crear un clima de tensión que empuja a Rusia y a China, que quisieran colaborar más que contender, a la carrera de los armamentos.

El llamado para decir: “Adiós a las armas” no ha sido escuchado.

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