domingo, diciembre 17, 2006

PULSACIONES

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Por Radhamés Gómez Pepín

-DIRECTOR DE EL NACIONAL, VESPERTINO DOMOINICANO-

La descomposición moral permea hoy en día todas las capas sociales de República Dominicana, y tal parece que se trata de una alocada carrera a toda velocidad cuya meta es el hundimiento de la nación.

Cada día adquiere mayor vigencia aquella afirmación de alguien que, hace años, proclamó que si la corrupción era suprimida del acontecer diario, se hundía el Estado.

Trato este tema sin pretensiones de aparentar una santidad a la que nunca he aspirado y, por tal motivo, jamás he hecho el menor esfuerzo por alcanzarla. Todo lo contrario.

Sin embargo, he conocido a más de una persona que se llenaba la boca hablando de su propia honestidad y que ha sucumbido ante el sostenido embate de una oleada de papeletas.

Por eso, por cuanto veo a mi alrededor, ya me consuela saber que, en el camino al Infierno, hay -por ejemplo- numerosos colegas que me llevan una insuperable ventaja.

Ya no estamos vendiendo nuestras conciencias por lentejas, sino por un plato de moro de frijoles...siempre que sea en el Palacio. Y después hablamos.

Las calles están nubladas de delincuentes de todas clases, tanto a pie como en vehículos de motor de muy diversas especies. A un sector de los montados se les llama ya "los dueños del país" y no precisamente porque se esfuercen en tratar de darle lo mejor.

Con las llamadas "profesiones liberales" sucede exactamente lo mismo, aunque casi siempre actúan con mayor discreción.

Vea lo que sucede con muchos abogados, muchos médicos y muchos ingenieros. Cuando se entere -si acaso ya no lo sabe-, convénzase de que no es precisamente para aplaudirlos.

Y ejemplo de descomposición social de la peor especie fue el caso que presencié el jueves en la tarde, mientras realizaba mi habitual caminata de media hora por el Centro Olímpico Juan Pablo Duarte, convertido en una plaza para la venta de carros.

En uno de los cruces de calles del Centro, cerca de la piscina olímpica, cuatro muchachos hijos de perra golpeaban -llenos de júbilo- la cara del busto de Duarte que está allí desde hace años.

Le halaban la nariz y volvían con los golpes a la cabeza y la cara, sin que nadie les reprobara.

Yo no pude contenerme y, marchando hacia ellos, les lancé un torrente de palabrotas bien injuriosas todas y de las que hacía mucho tiempo no usaba y creía ya olvidadas.

La intención era enredarme a golpes, sin pensar que iba a sacar la peor parte. Por suerte para mí, me contuvo el chofer del carro puesto a mi disposición por la empresa, porque de lo contrario no me cabe duda que iba a sacar la peor parte.

Pero no pensé en eso y continué con las palabrotas hasta que parece que ellos me cogieron pena o pensaron que en mí estaban viendo una especie de Superman Made in RD y afirmaron que no sabían de quién era el busto.

Claro que no tragué la excusa, pero preferí no responderles como forma de evitar un pleito del que iba a salir aplastado, si el chofer no intercedía de la manera en que está facultado hacerlo.

Pero yo pensé cuántos muchachos más serían capaces de repetir lo que hacían los susodichos hijos de perra y, sobre todo, por la conducta disciplicente de quienes los veían.

Porque, señores, no siempre aparece en las calles un viejo medio loco con pujos suicidas como el que salió el jueves en la tarde.

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