miércoles, diciembre 06, 2006

Giuseppe Rímole Martínez, In memorian

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MANUEL NUÑEZ

-DE HOY, MATUTINO DOMINICANO-

Cada año, a comienzos de febrero, un grupo de amigos celebrábamos en la casa del lingüista valenciano Santiago Cabanes, las fiestas de San Blas. La ceremonia consiste en una misa de conmemoración del santo, una recordación de los amigos idos o enfermos, la bendición de las candelas y el cántico del Vitol, Giuseppe Rimoli era un devoto de esas fiestas; me comunicaba sus planes para el próximo San Blas, como si la fiesta fuese parte de un calendario secreto, incrustado en su propia vida. Concluida la misa, entrábamos en las viejas canciones, la música eterna, y terminábamos convidados por una suculenta paella y unas buenas garrafas de vino y hablando de sus nostalgias del candomblé brasileño; de las centellas de un tiempo perdido para siempre. Sin nuestro amigo Giuseppe, fallecido el 7 de noviembre, esta fiesta medieval, nacida en un perdido pueblo de España, no tendrá el mismo sabor. Echaremos de menos sus juicios cargados de explicaciones y menudencias; su talante de caballero chapado a la antigua; su apego a las tradiciones.

Contaba su propia biografía con cierto desdén. Se hizo sociólogo en Brasil, luego quemó parte de sus mejores años, impartiendo docencia en la Universidad Autónoma de Santo Domingo y también en la Pedro Henríquez Ureña; cumplía cabalmente esas obligaciones. Fui testigo de sus desvelos y preocupaciones para satisfacer las necesidades de sus estudiantes, a los que dedicó todo su esfuerzo mental. Le preocupaba, además, la vida del profesor universitario, la suya. Me decía, uno se esfuerza y echa el bofe trabajando y termina ganando menos que una secretaria de indotel. Administraba sus economías con escrupulosidad; lo preveía todo: las medicinas de su madre, las reparaciones de un automóvil que ya se había convertido en un carcamal; las tarjetas y regalos de Navidad; el presupuesto de la supervivencia. Así transcurrió su vida.

Totalmente entregada al servicio de los demás. Y sin embargo era optimista. Muchas veces echábamos duelos dialécticos, él con su confianza en la capacidad de las sociedades para recomponerse, y yo, escéptico, mostrándole con ejemplos que la historia es, esencialmente, trágica. Ningún modelo de sociedad, juzgado con las abstracciones fantasiosas de los izquierdistas, resulta perfecto. El haberse inventado mundos desconectados de la realidad, les ha permitido mantener vivas sus mentiras. A esas conclusiones llegaba después de una embrollada arenga.

Me confesó un día que, como todos los sociólogos de su época, se había dejado seducir por el modelo de las sociedades totalitarias que fascinaron a tantos hombres y mujeres de su generación. Pensaba entonces que para llegar a la suprema felicidad había que importar por piezas o por parte el sistema cubano o chino. Esas creencias se desvanecieron cuando tuvo el contacto con esas realidades. No podía concebir una sociedad sin Dios, fundada en los valores de políticos charlatanes y fantasiosos, sin libertad de asociación, sin libertad de expresión. Desde entonces se convirtió en devoto militante de la democracia en Cuba. Era un auténtico misionero, como si se viese obligado a pagar un tributo por sus antiguas creencias; había hecho muy buenas migas con los católicos cubanos, con el grupo de Osvaldo Payá; conoció en ciernes a las damas de blanco, a Gustavo Arcos y se reunió muchas veces con el grupo Varela. Éramos parte del Comité Pro-Democracia en Cuba. El Comité desapareció, pero Giuseppe siguió yendo a Cuba, conducido por un sentido de solidaridad y de entrega incansable. En el último viaje, sin embargo, fue detenido. Sometido a todos los ultrajes y encerrado en un calabozo completamente desnudo. Tras esta trágica circunstancia, no volvió más; pero siempre tuvo una palabra de aliento para los cubanos. Para Cuba que sufre, la primera palabra...

Comprendió antes que la mayoría de los sociólogos de su generación, que no se le podían traspasar a la República Dominicana los problemas haitianos. Que la mudanza del pueblo haitiano a nuestro país rompía el equilibrio social y político, y ponía en entredicho los resultados históricos de nuestra independencia de 1844. Por esa profunda convicción fue de los fundadores de Unión Nacionalista. Allí estuvimos interpretando el sentimiento de la nación y soportando los insultos zafios de todos los que, por una razón u otra, se habían entregado al servicio de la desnacionalización. El grupo pareció extinguirse, tras el fallecimiento de don Luis Julián Pérez; pero los amigos seguíamos reuniéndonos y fundamos el Comité Dominicano de Solidaridad Internacional con Haití (SIH), de cual fue uno de sus primeros puntales.

Como parte de la Comisión Nacional de Fronteras viajó a las fronteras de Melilla, las líneas divisorias del Marruecos español, para analizar las amenazas y las dificultades de las fronteras entre dos mundos. A poco de llegar, murió su madre Fiordaliza Martínez, la inolvidable doña Fiord de todas sus conversaciones. Quedó devastado. En apenas cuatro meses su salud se deterioró hasta el desenlace fatal de la noche del 6 de noviembre.

Giuseppe Rímoli Martínez era una especie rara. De una puntualidad proverbial, de una honestidad personal extraordinaria, de un patriotismo sin dobleces ni lados flacos. Era de los mejores. Duele tener que decirlo ahora cuando ya no puede escucharnos. Duele tener que expresar este modestísimo homenaje, a él, que nunca supo cuánto lo echaríamos de menos. Nosotros los testigos de una sociedad que se derrumba, tendremos que recordar y recordaremos. A todos aquellos que se comprometieron con la democracia pluralista, con la continuidad histórica de la República Dominicana, tal cual nos fue transmitida desde el pasado, y entre todos a nuestro querido Giuseppe. De este paso breve y tumultuoso por la tierra, quedará su lealtad a la nación

Nuestras vidas son los ríos que van al mar, que es morir, dijo el poeta Manrique. Pero podemos pervivir en los gestos y en las ambiciones si somos capaces de encarnar los sueños y los anhelos de una generación de justos. De ello, atestigua la vida ejemplar de Giuseppe Rímoli.


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