sábado, septiembre 15, 2007
EN PLURAL/ ¡Ay, Rigoberta, cómo te lo creiste!
Del Listín Diario, Matutino Dominicano
Ivelisse Prats-Ramírez de Pérez
Cuando leí la noticia, hace unos cuántos meses, no lo creí. Admiro tanto a su inteligencia joven de propósitos y tan antigua como la sabiduría de su pueblo, que pensé que esa aspiración a la presidencia de Guatemala era un amarillento espejeo de alguna agencia de prensa especializada en fabricar informaciones falsas que atizan los morbos lectores y despellejan de paso una epidermis sana y limpia.
Resultó verdad. Rigoberta Menchú, nacida en Chimal, Uspatán, en 1959, crecida y tonante como un volcán de su país, con su traje típico, sus trenzas aniñadas y sus ojitos clarividentes y puros, anunció al mundo que participará en las elecciones para ganar la presidencia de la República.
Pudiera pensarse, en una onda muy ingenua, que era una aspiración lógica y justa, colocada racionalmente en el ápice de una historia de trabajos y esfuerzos acumulados sin pausa ni tregua. Meritocracia, le llaman ahora algunos.
Porque toda la vida de Rigoberta Menchú está estructurada mes por mes, día a día, minuto tras minuto, en instancias de lucha.
Su madre la parió luchando con el dolor físico, haciendo un hiato en la lucha por la sobrevivencia de su tribu. A lo mejor, la regordeta muchachita tuvo que pujar, luchar junto a su madre para salir del vientre cálido que no podía ya más ser su refugio.
Sobrevivir en medio de carencias y desprecios racistas fue también una lucha. Ir a la escuelita lejana a pie descalzo, envuelta en su ponchito remendado, era la lucha diaria de Rigoberta contra las inclemencias del tiempo y las piedras del camino.
Leer en castellano las palabras que en su quechua sonoro sonaban familiares y acogedoras, fue luchar frente a una traducción que iba más allá de las dificultades linguísticas, para lacerar la serena altivez de su intuición que le advertía que su lengua materna era la señal de su identidad que le arrebataban con gramatical alevosía.
La tortura y la muerte de su madre, y su padre, el brutal sufrimiento de ese campesinado y de su etnia impregnaron su lucha y su discurso con “la sangre de las venas y del alma” de que hablaba Martí.
Luchó tan denodada y firmemente contra esa represión y los prejuicios en ella agazapados, enarboló con tanta fuerza la causa de sus hermanos y hermanas de raza, simbolizando en ellos y ellas a todos los marginados y explotados del mundo, que un día, en la lejana Suecia, unos sesudos y enlevitados señores miembros de un jurado solemne decidieron concederle el Premio Nóbel de la Paz.
Con escepticismo más propio de los posestructuralistas que de la posición ideológica que digo asumir, me he peguntado algunas veces: ¿fue esa una decisión basada en el reconocimiento mas que justo de los méritos de Rigoberta, el discernimiento dialéctico de que la paz necesita ser lucha primero para ser luego triunfo? ¿O se montó en 1992 en Estocolmo una versión de lujo del manejo mediático de una mujer que lucha y sobresale y se presenta como un botón de muestra, la excepción de la regla inmutable de los varones arquetipos del triunfo? ¿Fue Rigoberta Menchú, heroína de mil batallas en sus luchas gandhianas, simplemente premiada con el Nóbel para ser exhibida como rara avis, algo así como la mujer barbuda del circo? ¿No sería también un motivo sesgado equilibrar en su Quinto Centenario la colonización a fuego y sangre de América, con la exaltación de una sobreviviente del alma de los extinguidos?
De todo modos, ella recibió el premio con la dignidad mansa que la acompaña siempre y envuelve con un brillo especial la policroma túnica que reivindica la alegría perdida de su etnia.
Donó, tengo entendido, a causas humanitarias el importe metálico del Nóbel, y siguió caminando, predicando con acento que evoca una flauta dulce y que penetra y convence.
Su mensaje es sencillo y contundente: la paz solo llega con la equidad, con la justicia, con la solidaridad; cuando el amor, como la paloma del Espíritu Santo, se posa para siempre en el corazón y en la frente de la gente.
No sé qué pudo hacerle torcer su andadura de militante social para involucrarse en aspiraciones políticas. Quizás quiso enseñar que se podía hacer una campaña hablando directamente a los humildes, y seguir siendo clara como el agua, y mostrar las manos repletas solamente del sentido de servicio.
Pero eso fue imposible. Indígena, pobre por decisión convencida, teniendo como Cristo seguidores entre los más desposeídos, con un discurso ajeno a las piruetas y los juegos artificiales del “marketing”, Rigoberta no llegó a acumular en las urnas ni siquiera dos dígitos de los votos depositados por las manos que ella quiso tocar con su bondad y redimir con su sonrisa.
Esa sonrisa la atesoro desde que me saludó mirándome de frente con sus ojos achinados en la visita que hizo hace algunos años al Congreso de mi país.
Como está dentro de mi desde ese día, y también en la fotografía que conservo, la interpelo en septiembre del 2007 con una rabia que no se dirige a ella, si no, a mis propios desencantos y amarguras.
¡Ay, cómo te lo creíste, Rigoberta!
Solo en Bolivia, porque los mineros dejaron su huella de hierro y de sudor como plataforma a los humildes, pudo llegar a la presidencia de la República, una criatura hecha de pura greda indígena. Pero Evo Moales es un hombre.
Tú, Rigoberta, Juana de Arco de tu raza y tu gente, indígena como Evo, como él eres rebelde. Fastidiosamente eres la memoria insistente de marginaciones y abusos. No tienes fortuna, ni más títulos que ese Nóbel de la Paz que ya han olvidado muchos. No sé como pensaste tal como eres llegar a la Presidencia en tu país. Y en Guatemala, Rigoberta, donde la sangre derramada anteayer y ayer mancha impunemente todavía los entorchados de tantos militares, símbolos de excelencia de la mala hombría. Y tú, Rigoberta, eres mujer.
¡Ay, Rigoberta, cómo te lo creíste!
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