Primera de tres partes)
El reciente ensayo de Carlos Salinas sobre las relaciones México-Cuba, las reacciones de los ex cancilleres Rosario Green y Jorge Castañeda al respecto, el breve debate legislativo sobre si el país debe enviar tropas a misiones de paz de la ONU, o, incluso, la anunciada demora en el examen y ratificación de varios embajadores y cónsules en el Senado, han tenido el mérito de reanimar una asignatura pendiente que va más allá de filias, fobias e historias y que consiste en aproximarse a la cuestión de si México necesita una política exterior distinta y más funcional en la era de la globalización, el terrorismo internacional y el mundo posterior a la Guerra Fría, o bien si los principios y las prácticas que tradicionalmente han guiado esa política siguen siendo eficaces para la preservación de los intereses nacionales y el fortalecimiento del papel de México en lo que suele llamarse la nueva arquitectura internacional. Aunque el asunto de Cuba no es poca cosa y tiene aún, por lo visto, una fuerte carga emocional entre las élites mexicanas, el mundo se ha vuelto mucho más diverso y complejo y, por tanto, la discusión de fondo es en realidad acerca del México presente y futuro en la geopolítica y la economía que está configurándose estos años. Veamos.
En la iconografía de la cultura cívica, la política exterior ha sido, a caballo entre mitos, realidades y desafíos, una de las áreas en donde los diferentes actores parecían haber logrado, al menos hasta hace algún tiempo, un elevado grado de coincidencias. A diferencia de otras políticas públicas, la acción internacional de México ha sido generalmente una zona de consensos más que de disensos; una extensión del lábaro patrio en el que se envolvieron —bajo una mezcla de nacionalismo, timidez y desconfianza ante lo externo— gobiernos, partidos y la opinión pública, tanto para resolver determinados arreglos de la política doméstica, como para que el país buscara un sitio en el mundo.
El carácter relativamente autónomo de esa política no fue, sin embargo, una cuestión sólo de principios sino más bien instrumental y, en algunos momentos, de clara sobrevivencia. En el siglo XIX y en el porfiriato sirvió para consolidar la independencia y la viabilidad de la naciente república y para tener un espacio propio de maniobra entre las tentaciones españolas de reconquista y las pretensiones expansionistas de Estados Unidos. En la revolución funcionó para alcanzar el reconocimiento del nuevo régimen y resolver los saldos heredados de la guerra civil. Entre los años cuarenta y sesenta, para sacar ventaja de la coyuntura de la segunda guerra mundial y navegar con cierta comodidad en medio de la tensión bipolar derivada de la Guerra Fría, y en los años 70 para intentar ejercer, fallidamente, un nuevo activismo basado en el populismo y en la retórica que entonces se dio en llamar “no alineamiento” o “tercermundismo”.
Una lectura detenida y desapasionada de cada una de esas etapas muestra que la política exterior no fue siempre una política estrictamente principista —aunque tuvo evidentes y notables éxitos diplomáticos como en los casos de la ruptura franquista en España, el derrocamiento de Arbenz en Guatemala, la revolución cubana o el golpe de estado en Chile—, sino que de manera a veces muy puntual fue utilizada por los distintos regímenes políticos, en primer lugar, para ensanchar los márgenes de negociación en la compleja, variada, difícil y accidentada agenda bilateral con los Estados Unidos; para cobijarse, en segundo término, bajo el paraguas de seguridad norteamericano en el hemisferio y evitar que México se viera contaminado por los brotes de insurgencia que proliferaron en América Latina, y, finalmente, para neutralizar a la disidencia interna y a los grupos de izquierda, entonces ilegales en México, que supuestamente amenazaban la estabilidad política encarnada por el régimen de partido único.
Hasta finales de los años ochenta, medida contra esos objetivos y bajo una concepción elástica del “interés nacional”, ese diseño funcionó con eficacia razonable, pero no podría decirse lo mismo en cuanto a los resultados que arrojó en otras variables de importancia para el país. Por ejemplo, tanto la inversión extranjera directa como el modesto comercio exterior de México se concentraban ya fuertemente con los Estados Unidos; la llamada “relación especial” entre los dos vecinos, que tuvo algunos éxitos en los años 50 y 60 como los programas de trabajadores migratorios, se deterioró como consecuencia del activismo “verbalista y estridente” (Mario Ojeda) del presidente Echeverría; la deuda externa mexicana con los bancos norteamericanos, al amparo de la aparente riqueza proveniente del petróleo, creció aceleradamente, y las discrepancias políticas con los vecinos, por las opuestas posiciones en los conflictos de Nicaragua y El Salvador durante los estertores de la guerra fría, llevaron a complicar más aún las relaciones con EEUU y a represalias directas como la “Operación Intercepción”, que cerró las fronteras a los productos mexicanos por varios días, o la imposición de sobre tasas a las exportaciones de nuestro país. Y todo ello, por cierto, en un contexto de vulnerabilidades estructurales y de crisis económicas recurrentes en México.
En suma, la acción exterior de esos años se tradujo en decisiones políticamente acertadas, de apreciable dignidad y solidaridad, y de clara autonomía declarativa, pero difícilmente podría sostenerse que contribuyó a fortalecer la soberanía nacional, a disminuir la dependencia económica externa o a otorgarle a México un protagonismo muy relevante en el escenario internacional. De hecho, ninguna de esas tres cosas ocurrió.
Las lecciones derivadas de esos períodos más la consolidación de EEUU como la gran superpotencia económica, militar y política; la revolución de las tecnologías de la información; la globalización económica y financiera, y la emergencia de nuevos actores y temas en la agenda internacional, llevaron a México a actualizar su estrategia, a reconocer que la política exterior es una función de la política interna, a darle a la diplomacia un acento económico innovador, y a aceptar que la centralidad de nuestra política exterior la constituye, inexorablemente, la relación con los Estados Unidos.
Este cambio político y conceptual fue sin duda significativo. México empezó a tejer a finales de los años ochenta una relación distinta con su vecino del norte. Firmó un tratado comercial con él y con Canadá en 1992, cuando apenas seis años antes todavía discutía si entrar o no al GATT. Suscribió después una importante batería de otros acuerdos comerciales; ingresó a la OMC y a la OCDE; abrió nuevas embajadas y consulados, y siguió teniendo algunas diferencias con los EEUU en casos como la invasión a Panamá en 1989, pero la manera de procesarlas varió considerablemente, sin costos para el país. En otras palabras, México parecía comprender que las condiciones para que una política exterior sea funcional para el interés nacional radican en las fortalezas internas, el pragmatismo, la eficacia y el realismo.
Con las transformaciones en el mundo y la llegada de la alternancia electoral, algunas segmentos de las élites intelectuales, políticas y empresariales han empezado a formularse otras interrogantes: ¿cómo armonizar, de manera distinta, los principios clásicos con las exigencias de una realidad internacional cambiante y compleja? ¿cómo sincronizar el comportamiento de México con las nuevas realidades geopolíticas del mundo? En síntesis: ¿cómo diseñar una nueva política exterior para el siglo XXI?
(Continuará mañana)
otto.granados@itesm.mx
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jueves, febrero 08, 2007
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