NUEVA YORK.- La Presidencia quizá fue inventada en el infierno por el mismísimo Diablo, un judío ortodoxo, un papa inquisidor y Osama Ben Laden. Este ecumenismo demoníaco asegura que quienes lleguen al puesto, arrastrados por su megalomanía, paguen todos los pecados del país.
Bosch aprendió eso en siete meses, nunca quiso volver a gobernar; definió el poder como “una carga muy pesada” para servirle al pueblo. Balaguer denunció la hipocresía que rodea la Presidencia, sin adulones en la oposición, quejóse amargamente de la “soledad del poder.” Guzmán se suicidó y Jorge Blanco terminó preso. Fernández debía “pagar o matar” y Mejía admitió que “el carguito no es fácil”.
Los presidentes desarman trampas del antecesor en el primer año. En el segundo emprenden políticas que en el tercero muestran resultados. En el cuarto saben gobernar, pero deben marcharse. Contratar a un gerente inepto y entrenarlo para despedirlo, es idiocracia, no democracia.
Quien sobreviva un cuatrienio de intrigas y presiones haciendo una gestión medianamente buena, merece una opción de recontratación. El país debe decidir si usa la reelección para darle continuidad al Estado, sus políticas, inversiones y el rumbo nacional. Permitir que ambiciones personales o grupales dentro del partido official obstruyan ese proceso, sería repetir viejos errores ajenos con las mismas horribles consecuencias.
La alternabilidad en el poder, sin continuidad del Estado, fue costosísima. Guzmán inició obras de infraestructura olvidando las que Balaguer dejó en proceso. Jorge Blanco olvidó las anteriores; comenzó nuevas. Balaguer retornó e hizo lo mismo, igual que Fernández y Mejía.
El constante cambio de rumbo conduce directo a ningún lugar. En ese “quítate tú pa’ ponerme yo” perdimos miles de millones, que explican parte de nuestras pobrezas.
Por la estabilidad, el crecimiento económico e institucional y la continuidad del Estado, la reelección es una necesidad nacional. | 
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