(DEL DIARIO HOY, MATUTINO DOMINICANO)
BIENVENIDO ALVAREZ-VEGA
Siempre se entenderá que los seguidores del político Joaquín Balaguer, del Partido Reformista Social Cristiano, del trujillismo, del neotrujillismo y de los sectores conservadores del país tributen homenajes y exalten la figura, la ideología y los hechos de este legendario político. Lo extraño fuera que éstos no lo hicieran.
Pero pretender canonizar al doctor Balaguer y presentarlo como un demócrata que trabajó para construir la democracia dominicana y decir de él que es un ejemplo de político acabado y sabio, sería una pretensión muy polémica incluso en la franja de sus seguidores.
El doctor Balaguer fue, por encima de todas las consideraciones que puedan hacerse con la intención de sacralizar sus ideas y sus actos, un político pragmático cuya fortaleza consistió en adecuarse, mansamente, a las circunstancias y navegar sobre ellas para mantenerse en el poder. El poder y solo el poder era su meta, razón por la que admiró más a los hombres fuertes de nuestra historia que a los sustentadores de ideas y de proyectos de nación.
Está claro que para los políticos de ayer y de hoy que tienen como meta fundamental ganar el poder y mantenerse arriba por encima de todo y de todos, el doctor Balaguer es el modelo y prototipo de gobernante más adecuado. En consecuencia, estos políticos procuran parecerse a él, de manera simbólica, a través de la imitación de sus palabras, de sus gestos, del manejo de lo que consideran las claves balagueristas del poder y, por supuesto, trabando vínculos con sectores subalternos del balaguerismo.
Cuando el entonces joven profesional Joaquín Balaguer entendió que el país necesitaba un cambio para dejar el camino de la montonera, en 1930, no recurrió a la fórmula de la democracia ni aspiró a instaurar un régimen cercano a la democracia. Acompañó, endosó y le dio fundamento ideológico al proyecto Trujillo, es decir, a una fórmula de gobierno fuerte, militar.
Y durante la Era el doctor Balaguer consagró su tiempo y su talento para hacer todo cuanto el régimen de Trujillo necesitaba y reclamó de él. Fue un servidor fiel del sátrapa, un adulador de su pensamiento y de sus obras, un componedor para enderezar los extravíos más alarmantes y aberrantes de la dictadura.
Quizás en el futuro conozcamos de sus intervenciones a favor de disidentes, perseguidos, prisioneros y torturados, pero hasta ahora no se sabe que él fuera, precisamente, un preocupado o un mediador para salvar vidas de opositores al dictador de San Cristóbal.
Como buen amante del poder y creyéndose libre de los pecados de la dictadura, el doctor Balaguer intentó dirigir el proceso de transición del trujillismo hacia la democracia. La nueva realidad política y social del país se lo impidió, pero en su exilio nunca dejó de maniobrar para regresar. La vocación de caudillo predestinado nunca le abandonó.
Cuando retornó al poder aupado por el omnipresente poder norteamericano, en 1966, retomó los mecanismos de poder con los cuales se había socializado durante la larga era de Trujillo. También regresaron con él, para ocupar posiciones de mando, conocidas figuras del trujillato, verdaderos hombres de capa y espada.
Balaguer volvió, en este período, a dejarse llevar por las olas de las circunstancias. Así gobernó a sus anchas, de manera cómoda, sin mayores esfuerzos y sin mayores escrúpulos democráticos. Anclado en el hecho cierto de que el país salía de una guerra civil, dividido y armado, permitió que las fuerzas y los intereses políticos de los Estados Unidos propiciaran una verdadera purga de jóvenes revolucionarios.
Otra vez la sangre corrió, literalmente, por todo el país. Sangre juvenil, sangre de soñadores que vivían ilusionados con una nación abierta, plural, democrática y próspera. Al doctor Balaguer le bastaba reducir toda esta tragedia a una expresión vacía de contenido: los incontrolables.
Como ocurrió entre 1930 y en 1961 y luego en 1965, cientos de jóvenes se lanzaron a la lucha contra los vestigios del trujillismo, contra los valores de una cultura política que obstaculizaba el establecimiento de un régimen democrático. El doctor Balaguer nunca fue capaz de comprender el sentido de esta lucha. Tampoco pareció interesado en comprenderla. A él le bastaba refugiarse en una vieja antropología del dominicano según la cual este es díscolo y violento por naturaleza, y condenado, por mezclas raciales, al desorden y al caos.
En conclusión, el legado de un gobernante como el doctor Balaguer no puede ser, por dilatada que haya sido su presencia en la orientación y la dirección del país, prototipo y modelo para estos tiempos. Tampoco es posible su canonización política.
El país reclama, por el contrario, una socialización en democracia y la construcción de un proyecto de nación cimentado en una lectura correcta de las realidades del país. Para llevar a cabo ambas tareas deben buscarse modelos y prototipos genuinamente democráticos.
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