Elsa Peña al momento del asesinato de su esposo, el dirigente izquierdista Homero Hernandez Vargas, a manos de agentes de la Policia balagueriana.
Finalmente, me llevaron a la que sería mi celda por cuatro días; una habitación con un baño adentro, ubicada en uno de los pisos altos del cuartel policial. Casi al amanecer me quedé dormida y pocas horas después, desperté sobresaltada con la fanfarria con que cada mañana, anunciaban la llegada del jefe policial.
Me asome a la ventana y vi cruzar a Peres y Pérez con su comitiva. Volví a tener conciencia de mi dura realidad y empecé a insultarlo y a maldecirlo a gritos, diciéndole que debían soltarme pues tenia derecho a asistir al entierro. Y oí que alguien, mirando hacia arriba, le dijo a sus espaldas: “Esa es la viuda de Homero Hernández”, y fue en ese momento que tome conciencia de mi nuevo estado civil.
Antes de que pudiera darme cuenta, ya habían abierto la puerta y entró, como un torbellino a la habitación, el coronel Mariñez y me despegó de la ventana con tal fuerza que fui a tropezar con la boca en el borde del lavamos, recordándome con voz frenética que cuando me trajeron a este cuarto, a mi se me había advertido que no debía abrir ni asomarme a esa ventana.
Antes de salir, debió ver mi boca sangrante pues poco rato después, subieron a curarme. Dos de mis dientes superiores frontales se quebraron, dejándome un hueco en forma de V invertida. El medico se fue y su acompañante volvió a ponerme un suero y posiblemente un sedante pues me dormí durante casi todo el día, con una bolsa de hielo sobre la boca.
No respetaron los plazos legales para mantenerme en prisión, ni hicieron caso a los abogados de mi familia pero ese día, jueves al atardecer, me llevaron de nuevo a las instalaciones de la planta baja y me dejaron ver y hablar, a través de una ventana, con el abogado, mi madre y dos hermanitas, las que llegaron llorosas y vestidas de luto, trayéndome alimentos y algunas prendas personales. Tras casi cuarenta y ocho horas, recordé que la gente bebe agua y se alimenta; algo que no solo había olvidado yo, también mis carceleros.
Les escribí, en un pedazo de papel que aún conservo, unas instrucciones relativas al cuidado de la niña y le decía a mi padre, a quien la noticia le afectó su dolencia cardíaca: “Papá, ya todo pasó, estoy bien, cuídese mucho que mi hija y yo les necesitamos ahora mas que nunca.” Y forcé una sonrisa para despedir a mi familia.
A partir de esa noche empezaron a suplirme alimentos; me traían en bandeja la comida “del club de oficiales”, tal como me informaron para que me la comiera, pero solo me apetecía consumir los líquidos; hasta pensaron que hacia huelga de hambre y temían por mi precaria salud, ante la fuerte presión que estaban recibiendo. Una de mis hermanas, que noto mis labios hinchados y mis dietes rotos, hizo llegar esa información a Radio Mil y se aventuraba que tal vez yo había resultado herida en el trágico suceso.
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El domingo al medio día, fui puesta en libertad; me entregaron a mis padres en presencia de muchos periodistas que nos siguieron hasta mi casa materna. (Mi hogar ya no existía; mi madre había hecho una mudanza apresurada por temor a que los paleros arrasaran con todo. El doctor Luis Ibarra Ríos la ayudo a desmontar nuestra biblioteca y me guardó todos los libros; cuando pude ir por ellos, ofrecí regalarle el que eligiera y se lo dediqué).
Al llegar, cargue a mi niñita y la abracé y besé mucho, y ni la presencia de extraños pudo evitar que volviera a llorar. Nos sentamos en la sala donde tomaron mi versión de los hechos. Por las preguntas que me hacían los periodistas, me enteré de las mentiras que había vertido la Policía en sus declaraciones.
Dijo que íbamos fuertemente armados, y presentaron varias armas largas y cortas y otros pertrechos militares, que según ellos, encontraron en el pequeño Volkswagen y con las cuales atracaríamos el Hipódromo Perla Antillana; siendo los mismos periodistas quienes les recordaron que ese día estaba cerrado pues no abría los miércoles.
Ellos sabían que nadie les creería, pero tampoco les importaba. Hasta se les ocurrió decir que se enteraron de que al que habían matado era Homero Hernández, cuando yo me identifiqué como su esposa; además, que yo había herido de bala, en una rodilla a un policía, al que nunca presentaron.
Quince días después, Balaguer, como era su costumbre, movió fichas en su tablero: destituyo al general Pérez y Pérez de la jefatura policial, y puso en el cargo al también general Neit Nivar Seijas, quien, lo primero que hizo, pese a la supuesta malquerencia entre ambos, fue ascender de rango a José María Arias Sánchez, (el del tiro de gracia); así como también, a otros militares envueltos en el caso.
Ese mismo señor Arias Sánchez, que tenía un prontuario de muertes y abusos, se vio envuelto pocos meses después, en el asesinato del periodista Gregorio García Castro. Fue ascendiendo de rango, hasta que pasados los años, y durante el gobierno de don Antonio Guzmán Fernández, fue puesto en retiro. Formo entonces, con ex policías, una banda de sicarios a sueldo, que cometían asesinatos por encargo de narcotraficantes que operaban, principalmente, en los Estados Unidos. Descubierto, juzgado y encarcelado, murió un año después, en la cárcel de La Victoria.
La antigua calle San Cristóbal, donde cayó Héctor Homero Hernández, a las nueve y cuarenta minutos de aquella mañana, lleva hace varios años su nombre, y exhibe una tarja que describe todas las jornadas de lucha patrióticas, en las cuales participó, desde los catorce hasta los veintiocho años; emulando el ejemplo y honrando así la memoria de su padre y de su abuelo, dos patriotas y profesionales honorables, recordados también con sus nombres en calles y hospitales de la región Este del país.
En este 39 aniversario de aquel 22 de septiembre, puedo decir, por la gracia de Dios, que disfruto de la paz que me otorga una conciencia tranquila; por haber podido perdonar y ser perdonada; y sobretodo, por la satisfacción de ver en nuestros hijos, la preservación de los valores que heredamos de los que nos precedieron.
Aún así, ¡caramba!, quisiéramos que muchos de los “afortunados beneficiarios” del sistema político democrático, a cuya apertura contribuyeron con su noble sacrificio tantos jóvenes valiosos e idealistas de este país, los recordaran con algo mas que palabras, y comenzaran a hacer realidad algunos de los puntos más elementales, urgentes y prioritarios de la agenda reivindicativa que ellos enarbolaron.
Así, sus familiares, amigos y compañeros sobrevivientes, tendríamos una respuesta mínimamente aceptable que dar, ante el invariable y reiterativo cuestionamiento de la gente de nuestro pueblo, cuando nos dice: ¿“Y usted, cree que todo eso valió la pena”?
Notas:
1-Este artículo, con el mismo título y sin las ligeras correcciones ni algunos párrafos que les he agregado en esta ocasión, fue publicado en 1981 en El Nuevo Diario, en el décimo aniversario de la partida de H.H.H. Recientemente, pude recuperarlo por la gentileza y cortesía de mi entrañable amigo y colega Juan Bolívar Díaz, ex director-fundador de ese periódico.
2- Este año, como siempre hago, fui al lugar donde esta la tarja en honor a Homero y vi que los dueños del país se robaron la placa de bronce para fundirla y exportar el metal. Le pondremos otra, aunque sea de plástico.
3- Al ing. Pérez Martínez, nunca lo he acusado de haber participado en la muerte de Homero porque no tengo ninguna prueba de ello. A todas las personas que menciono, relacionadas negativamente a este suceso, aún con vida, o fallecidas, las he perdonado desde lo más profundo de mi corazón, con la ayuda de Cristo y poniéndolo a Él como testigo. Si vuelvo sobre el tema es para que no haya olvido y evitar así que estos hechos se repitan. (e,p.n)
Santo Domingo, R.D., miercoles, 22 de septiembre de 2010
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