Solo parecía tener vida, la enorme mancha roja que lentamente se deslizaba hacia la cuneta.
Ya en nuestro auto, percibí un fuerte olor a ron. Me sentaron en medio del sargento que disparó a Homero a la cabeza y del otro que me golpeó en las piernas, conduciéndome en acelerada carrera hacia el Palacio de la Policía, cruzando semáforos en rojo, con la mano pegada a la bocina, y evadiendo con fuertes virajes, los obstáculos que encontraban en el trayecto.
Con mis brazos ya libres, abrazaba mi cabeza que balanceaba sobre mis piernas; ya no gritaba pero repetía con obstinación, una y otra vez, entre sollozos: “¡Oh, Dios mío, qué cobardes, qué asesinos; solo borrachos y entre tantos pudieron matarlo; malditos cobardes! ¿Por qué no lo apresaron si él salio desarmado para que ustedes no me mataran a mi también?”. Nada me respondían; nada les importaba; era como si yo no estuviera ahí con ellos.
Entramos al palacio de la Policía por la parte trasera, aumentando el revuelo y la expectativa que ya había. Pero antes de desmontarme me sequé el rostro a manotazos, no quería darles el gusto de que me vieran llorando.
Cuando era conducida hacia adentro del edificio, tomada por un brazo, el oficial volteó la cabeza y gritó: ¡Registren ese carro!, y se sorprendió cuando también volteé para decir, con igual fuerza en la voz: “! Debajo del asiento del chofer hay una pistola Luger; no hay nada más en ese auto; estos asesinos acaban de matar a sangre fría a un hombre desarmado que andaba acompañado solamente de su esposa”.
(Durante mucho tiempo me reproché por no haber tenido el valor de aprovechar ese momento de confusión, mientras me conducían detenida, para tomar esa arma y dispararles a ambos, pero Dios estuvo allí conmigo y no lo permitió).
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Enrique Perez y Perez, general del Ejercito, ex jefe de la Policia Nacional.
En el cuartito donde estuve detenida esa mañana, escuché cómo, en la oficina contigua, redactaban y recomponían en una maquinilla, una y otra vez, las declaraciones que del hecho darían a la prensa.
Un policía muy jovencito, con un fusil entre sus dos manos y parado muy firme, como un soldadito, vigilaba la única puerta. Miraba de reojo cómo yo daba vueltas y vueltas recorriendo el pequeño espacio; parándome a observar un cuadro de la Virgen de la Altagracia y otro de Joaquín Balaguer. No me contestaba cuando le decía, como divariando: “Ay mi hijo, salte de aquí (de la Policía); tu eres un muchacho bueno, te convertirán en criminal, mira cómo mataron a mi esposo; son asesinos, delincuentes; el primero es Pérez y Pérez…”. El pobre muchacho estaba visiblemente nervioso.
Ya en la tarde me pasaron a otra dependencia, atravesando el patio; y allí, por rutina tal vez, dos policías, también muy jovencitos, me hicieron la prueba de la parafina. Los chicos me dijeron con mucha profesionalidad, antes de ponerme la cera derretida sobre las manos, que la misma estaba un poco caliente pero que no me quemaría. Y yo recuerdo haber pensado que a mi ya nada que me hicieran, podía dañarme mas.
Y al caer la tarde, parado en un extremo del patio policial, “Macorís”, ex miembro del 1J4, jefe de la “banda colora”, y hoy, ingeniero Pérez Martínez, voceaba a todo pulmón,-- muy emocionado y tal vez hasta muy bebido, con visible interés de que yo y todo el mundo les escucháramos,-- algo como esto:
--!Elsita, Elsa Peña, yo no tuve nada que ver con la muerte de Homerito; yo te lo garantizo; es mas , yo te lo juro por mi madre; por lo mas sagrado que yo no tuve nada que ver con eso; tu sabes que yo quería mucho a Homero Hernández”!
Uno de los dos policías, quienes también me tomaron una foto, al ver que Macorís seguía vociferando y repitiendo, una y otra vez lo mismo, y que yo no parecía estar ni escuchándole, me preguntó tímidamente: “Usted no es Elsa Peña; usted esta oyendo lo que le están diciendo; usted no lo conoce?”. Y yo levante la vista y le conteste, con otra pregunta: “Y tu crees que a mi me importa nada de lo que él esta diciendo?; déjalo que se desgañite, saber eso no le devolverá la vida a mi compañero”.
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