miércoles, septiembre 22, 2010

Homero Hernández, Aquel 22 de Septiembre - I -

Elsa Peña Nadal
Cuando sentí el ruido del carro en la marquesina, me alegré y a la vez me extrañé: Homero no estaba supuesto a regresar a la casa, ya que había partido al atardecer y esa noche se quedaría a dormir, en la que pronto seria nuestro nuevo hogar. Lo esperé en la puerta, y antes de que la cruzara lo abracé muy fuerte, y sentí una sensación y un sentimiento increíbles de describir, y note que hasta él lo percibió. Siempre me he preguntado si ya en ese momento, mi espíritu o mi alma, ¡qué se yo!, sabía lo que se nos avecinaba y por eso atesoraba cada minuto a su lado.

Aún abrazados me dijo, con tono preocupado, refiriéndose al lugar donde nos mudaríamos, que ese sitio era muy solitario y peligroso, sobretodo por las noches, porque ahí había pocos vecinos y muy alejados y si nos rodeaban nadie se enteraría; que había que desistir de la mudanza a ese sitio.

Acordamos que el día siguiente, él se quedaría con la niña donde una pariente suya que quería conocerla, y yo llevaría a la imprenta los originales de un folleto que Homero había terminado de escribir. Luego, cambiaría por otro el vehiculo alquilado en que nos desplazábamos, y después del almuerzo donde su prima, regresaríamos a nuestra casa, ubicada en un paraje a la altura del kilómetro 12, de la entonces nueva carretera Duarte.

Homero Hernandez Vargas.

El ritual de Homero con su hijita comenzaba a las cinco de la mañana: le daba un primer biberón, la colocaba en su cochecito y la sacaba al patio; allí, le echaba maíz a las gallinas ajenas para ver a la bebita riendo alborozada, tratando de alcanzarlas desde su sillita. Mientras, él leía, aprovechando el fresco y la quietud de la mañana.

Un día, les armé tremendo alboroto, pues al salir al patio vi que él y la niña, ubicados a distancias diferentes, probaban su puntería lanzando huevos de gallina contra una pared que, chorreante, parecía una alucinante pintura de Salvador Dalí.

Homero se justificó diciéndome, rojo por la risa, que eso era algo que siempre quiso hacer de niño y que nuestra hija lo estaba disfrutando mucho. Y así debió ser, pues cuando traté de interrumpir el jueguito que ya había costado mas de diez huevos, la beba se puso a llorar ruidosamente.

A las nueve de la mañana del miércoles 22 de septiembre, del año 1971, Keskea, nuestra hijita, después de bañada, vestida y desayunada, se quedo dormida. Homero no quiso despertarla, así que le desabotono el vestidito por la espalda y la dejo en su cuna. Cambiamos los planes de la visita a su prima, y esa fue la última vez que vio a su hija que apenas contaba con nueve meses de edad.

Íbamos de Sur a Norte por la avenida Lope de Vega y doblamos a la derecha en la antigua avenida San Cristóbal. Casi frente a la Escuela de Artes y Oficios, noté el repentino silencio de Homero; miré a mí alrededor, y me di cuenta de que estábamos prácticamente rodeados por vehículos de todo tipo, con militares de civil y uniforme, fuertemente armados.

Había hombres apostados detrás de árboles, rejas y marquesinas. Miré hacia el frente y le dije a Homero las últimas palabras que escucharía de mí: ¡dobla allá adelante, a la derecha!; tratando de que escapáramos por la esquina de la avenida Tiradentes, donde estaba en construcción el local del Partido Reformista.

Pero en ese mismo momento, Homero frenó de golpe y nos chocaron por detrás y por el frente, hacia el lado de mi asiento. Tras apretar con su mano mi rodilla, abrió la puerta y salió del auto, diciéndome: ¡No salgas, que te matan!

Con dificultad salí por mi puerta bloqueada, mientras escuchaba ráfagas de fusiles y ametralladoras, y corrí por detrás del auto buscando a Homero, pero ya estaba tirado en el suelo, boca abajo; y vi su espalda agujereada.

Me abalancé en su dirección, gritándole histérica a los policías: ¡asesinos, lo mataron, estaba desarmado, asesinos! Pero no pude tocarlo; me detuvieron con un par de culatazos en las piernas y sujetaron mis brazos a mi espalda. Yo seguía tratando de llegar a su lado, gritando y forcejeando por soltarme.

General (r) Francisco Baez Marinez, ex jefe del Servicio Secreto de la Policia Nacional.

Y entonces, a medio metro de su cuerpo exánime, se paró un militar -- todavía los otros disparaban al aire como locos--, estiró su brazo derecho, tomó puntería con una pistola “cuarenta y cinco” y disparó el “tiro de gracia” a la cabeza de Homero, al tiempo que decía, con voz fuerte y autoritaria: “Llévenselo!

En ese momento ya mis piernas no me sostenían y gritaba con más fuerza, hincada en el suelo, mientras el policía, agachado también, me sujetaba fuertemente. Entre dos, levantaron su cuerpo, y al voltearlo, vi sus ojos abiertos y sin vida. No comprendí cómo pudieron tirarlo y taparlo en el baúl de ese viejo carro azul, y partir raudos de allí, dejando uno de sus mocasines en el suelo.

Mis ojos captaron el horror y la impotencia reflejados en los rostros de los lugareños y transeúntes que, inmóviles, presenciaron la rápida secuencia de ese crimen.

Mientras me arrastraban hacia nuestro carro, yo miraba atónita a mí alrededor: a los obreros de la construcción del local del partido oficialista, inmóviles frente al block o la varilla; a la friturera, tenedor en mano; al paletero pálido y azorado; a profesores y estudiantes de la escuela de artesanía, como clavados frente a los balcones. Todos me parecían aterradas figuras de piedra. Fueron segundos en los que el mundo se detuvo ante mi.

Solo parecía tener vida, la enorme mancha roja que lentamente se deslizaba hacia la cuneta.

Ya en nuestro auto, percibí un fuerte olor a ron. Me sentaron en medio del sargento que disparó a Homero a la cabeza y del otro que me golpeó en las piernas, conduciéndome en acelerada carrera hacia el Palacio de la Policía, cruzando semáforos en rojo, con la mano pegada a la bocina, y evadiendo con fuertes virajes, los obstáculos que encontraban en el trayecto.



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