Por Santiago Campo G.
Con la caida del concejal Miguel Martínez el tono del fracaso se transforma en compasión, y todavía muchos se preguntan por qué, en un escenario en el que piedad y llanto son productos de consumo.
Claro, con su personalidad, su escasez de temores y su disposición de ganar siempre, Martínez era la vivída imagen del especialista en el arte del éxito.
Y es que, desde los años 90s, cuando lo veíamos en las lides políticas con Adriano Espaillat, advertimos que poseía una habilidad inigualable para desenvolverse en el laberinto oscuro de la política neoyorkina.
Con una sonrisa a flor de labios, Martínez podía salvar las más altas barreras y es probable que el reconocimiento de su aptitud lo llevara a vivir a su manera, prescindiendo, a veces, de códigos morales, como el lobo de mar, de Jack London.
Parecia que Miguel jugaba con todo y la gente que lo rodeaba y algunos de quienes se les acercaban celebraban sus desplantes y tomaban a chistes sus imprudencias.
Obviamente, durante unos ocho años Martínez realizó buenas obras en las áreas de viviendas y educación, pero en la maraña política y economía subterránea de algunas instituciones sociales era, por su estilo desorganizado, como el jugador maldito que arriesga mucho a cambio de poco.
No obstante, era como un símbolo del triunfo y a nadie se le hubiera ocurrido que apostaría a la miseria y a un obligado retiro envuelto en descrédito y deshonra, como si algún demonio lo hubiera forzado a practicarse un harakiri moral.
Ahora el comentario de la semana, que va de boca en boca, es el relacionado con el fracaso del concejal Martínez, aunque si echamos una mirada fija, podríamos decir que Miguel no fracasó, simplemente malgastó su éxito.
En todo caso, la parte más favorable de la representación ha sido la sorpresa del público, su ingenuidad ante los defectos y doblez del concejal. Porque somos así, confiados. Y eso es, a fin de cuentas, lo que importa: esperar siempre algo bueno de la gente, aunque a veces nos decepcionen.
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