Durante más de 30 años permanecí vinculada política y emocionalmente (y que, por Dios, nadie se rasgue las vestiduras por esta admisión inútil por redundante) al Partido Revolucionario Dominicano. Le acepté un cargo a Hipólito Mejía en el Instituto Dominicano de las Telecomunicaciones (Indotel) cuando ganó la Presidencia en 2000. Digo hoy públicamente y como reconocimiento en deuda, que jamás me pidió absolutamente nada. Quizá tampoco fue necesario para él. Así que nunca coartó mi libertad de decir y hacer, ni en el Indotel ni como periodista. Escribí contra su reelección y me inscribí entonces en el PRD para votar contra él y lo propalé a los cuatro vientos.
Mi libertad fue tal que me opuse de manera sistemática en el Indotel a decisiones que, supuestamente, eran su directriz. Fueron muchas –no recabo ridículos méritos tardíos, que conste— las resoluciones del Consejo Directivo que adversé de manera tan vehemente que Orlando Jorge Mera, presidente a la sazón del organismo, decidió dejarlas en suspenso para aprobarlas luego en “segunda lectura” aprovechando mi ausencia. Verbigracia, la que autorizaba las interceptaciones telefónicas.
Antes de que todo eso ocurriera fui, más que amiga, una ferviente admiradora de lo que José Francisco Peña Gómez representaba como ruptura social. Lo declaro en una entrevista publicada poco después de su muerte en el periódico Hoy: él fue mi último héroe. Su muerte, que fue la muerte de una parte vital de mi historia generacional, dio rienda suelta a una iconoclasia que él, percibiéndola, siempre respetó porque era un demócrata a carta cabal.
Apenas recordado en su partido –dirigido hoy, entre otros similares, por quien debió retirar del Listín Diario un artículo infamante porque la muerte de Peña Gómez el domingo 10 de mayo hubiera hecho insoportablemente grotesca su publicación el lunes 11— él sigue siendo un referente para mí. Cuando le hicieron fraude en 1994 lo defendí con una ferocidad que aún hoy me enorgullece, pero lloré a moco tendido. En 1996, cuando perdió de la alianza indigna del peledeísmo y el reformismo, no derramé una sola lágrima. Y no lo hice porque casi la mitad de este país resistió la más asquerosa campaña que se haya hecho jamás contra político dominicano alguno, y le dio su voto. Sentí a Peña Gómez reivindicado por la voluntad de los pobres que lo llevaron a alcanzar casi el 49 por ciento de los votos. No había por qué llorar. Felipe González lo dijo dos años después frente a su tumba abierta: en el corazón y la conciencia de los dominicanos y dominicanas, él era el Presidente. En 1996 había acontecido un fraude político y social que solo aparentemente se imponía sobre la percepción del pueblo dominicano de la realidad. El 2000 lo demostró.
Octavio Paz habla en su libro “Tiempo nublado”, y lo hace con envidiable sapiencia, de los procesos históricos que él llama de cuenta larga. Reivindicar la voluntad democrática, la capacidad de entender y responder a la sociedad que tuvo José Francisco Peña Gómez, es parte de la cuenta larga de la historia democrática-liberal dominicana. La sociedad, pese a lo que aparenta, tiene hambre de una política que no sea prisionera del dinero ni del miedo.
Hoy me siento tranquila. En ver la historia como proceso soy más religiosa que cualquiera que en verdad lo sea. Mi único dogma de fe es el tiempo, y para ver cumplir en él lo que espero, supero a Job en su bíblica paciencia. En el transcurso, puesto que ser paciente no me hace imbécil, declaro que prefiero que la tierra me trague antes que depositar nuevamente un voto por el PRD.
Lo digo en el título de este artículo: políticamente no soy nada, excepto un voto y una voz. Mi voto no será más del PRD y mi voz hará todo lo que pueda por propalar a los cuatro vientos su inadmisible apostasía de la más elemental dignidad política y social. Estoy convencida de que el esfuerzo, aunque mínimo, no será en vano.